Cancionero de Krynn 




(Gracias a Zaret y DamaOscura)




Canción báquica popular
(El Templo de Istar, pág. 119)


Canta aquello que el licor te inspira,
canta lo que tus ojos desdoblados ven.
La fea Keo se transforma en dos bellas Siras,
seis lunas en el cielo giran, en alegre vaivén.

Canta al valor del navegante,
canta cuando quieras el codo empinar,
y un puerto de rubíes será el fondadero,
donde al viento tres baladas podrás lanzar.

Canta, buen tónico es para el corazón,
canta a la absenta de las despreocupaciones,
canta al que sigue el camino ondulante,
y al perro, y al que no escucha oraciones.

Todas las posaderas de ti están prendadas,
tienes cien amigos en cada lugar,
al viento dices lo que sientes,
al viento tres baladas podrás lanzar.




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Canción de los Nueve Héroes
(La Tumba de Huma, pág. 5)


Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.
En los albores del invierno,
la danza de un dragón asolaba las tierras,
hasta que de los bosques, de las praderas,
surgiendo de la materna tierra, el cielo se abrió ante ellos.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Uno surgió de un jardín de roca,
de los paraninfos de los enanos, del tiempo y la sabiduría,
donde el corazón y la mente se unen
en la azulada vena de la mano.
En sus paternales brazos se concentraba el espíritu.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Uno de un cielo de chorreantes brisas,
ligero como el viento,
de los ondeantes prados, del país de los kenders,
donde el grano surge de la pequeñez
para crecer verde y dorado, y verde otra vez.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Una provenía de las praderas, la armonía de las extensas tierras,
nutridas en la distancia de horizontes vacíos.
Llegó portando una Vara,
y los rayos de Luz y misericordia iluminaron su mano.
Sobrellevando las heridas del mundo, llegó ella.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Uno más de las praderas, a la luz de las lunas,
con sus hábitos, sus rituales, siguiendo a la luna en sus fases,
su crecimiento y su mengua, que controlaban la marea de su sangre,
y su mano de guerrero ascendió
hacia las jerarquías del espacio, hasta la Luz.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Una en el interior de las ausencias, conocidas por las partidas,
la oscura espadachina en el corazón del fuego.
Su gloria el espacio entre las palabras,
la canción de cuna recordada con la edad,
recordada al límite del despertar y del pensamiento.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Uno en el corazón del honor, formado por la espada,
por los siglos de vuelo del martín pescador sobre las tierras,
por Solamnia arruinada y ascendente, surgiendo de nuevo
cuando el corazón se alza hacia el deber.
Mientras danza, la espada es una herencia eterna.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Otro en una simple Luz que su hermano oscurecía,
dejando que la mano de la espada intentara todas las sutilezas,
hasta las intrincadas tramas del corazón.
sus pensamientos, estanques rotos por el cambiante viento...
Él no puede ver su fondo.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

El siguiente era el jefe, semielfo,
traicionado mientras las sangres gemelas dividen la tierra,
los bosques, el mundo de elfos y hombres.
Llamado para la valentía, pero temeroso en el amor,
y temiendo que, llamado a ambos, no llegue a realizar ninguno.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

El último, de la Oscuridad, respirando la noche
donde las abstractas estrellas esconden nidos de palabras,
donde el cuerpo soporta la herida de las cifras,
rodeado por el conocimiento, hasta que incapaz de bendecir,
sus bendiciones caen sobre los ignorantes.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

También se unieron a ellos
una desgraciada muchacha, agraciada más allá de la virtud.
Una princesa de semillas y arbolillos, llamada a un bosque.
Un anciano tejedor de accidentes.
Pero no podemos predecir a quién reunirá la historia.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.
En el campamento de invierno,
el sueño del dragón ha poblado los bosques,
pero de los bosques, de las praderas,
surgen de la maternal tierra que define el cielo ante ellos.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.




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Canción del Quebrantador de Hielo
(La Tumba de Huma, pág. 159)


Yo soy el que los trajo de vuelta.
Soy Raggart, y esto es lo que os digo:
nieve sobre nieve anula las huellas del hielo,
el sol sangra blancura sobre la nieve
con una luz fría, eternamente insufrible.
Y si yo no os dijera esto,
la nieve descendería sobre las hazañas de los héroes,
y su fuerza en mi canción
se tendería en un corazón de escarcha,
que no se levantaría nunca más,
nunca más mientras el aliento perdido se deshace.

Eran siete de las tierras cálidas.
Yo soy el que los traje de vuelta.
Cuatro espadachines de una orden del norte,
la mujer elfa Laurana,
el Enano de las Colinas,
el kender de huesos de halcón.
Empuñando tres espadas, llegaron
al túnel de la garganta del único castillo.

Descendieron entre los thanois, los viejos guardianes,
donde sus espadas labraron el aire caliente,
destrozando tendones, destrozando huesos,
mientras los túneles se teñían de rojo.
Descendieron sobre el minotauro, sobre el oso de hielo,
y las espadas silbaron de nuevo,
brillando al borde la locura.
En el viejo túnel hallaron brazos,
hallaron garras, hallaron cosas indecibles,
mientras los espadachines descendían,
y un brillante vapor se helaba tras ellos.

Llegaron a las habitaciones del corazón del castillo,
donde los aguardaba Feal-thas, señor de lobos y dragones,
con armadura blanca,
que cubre el hielo cuando el sol sangra blancura.
Y llamó a los lobos, raptores de niños,
que se amamantaban de la muerte en el cubil de los ancestros.
Los héroes fueron rodeados por un círculo de cuchillos de ansia,
mientras los lobos avanzaban bajo la mirada de su señor.
Aran fue el primero en romper el círculo.
Un viento ardiente de la garganta de Feal-thas
desenredó la devanadera de la caza perpetrada.
El siguiente fue Brian, la espada del señor de los lobos.
Lo envió en busca de tierras más cálidas.
Todos quedaron congelados en el filo de la navaja.
Todos quedaron congelados, excepto Laurana.
Cegada por una ardiente luz,
que inflamabala corona de la mente,
donde la muerte se funde con el sol poniente,
detuvo al Quebrantador de Hielo.
Y, sobre el hervor de los lobos, sobre la muerte,
enfrentándose a una espada de hielo,
enfrentándose a la oscuridad,
abrió la garganta del señor de los lobos.
Y, al ver su cabeza desplomarse, los lobos retrocedieron.

El resto es rápido de contar.
Destrozando los huevos, al violento engendro de los dragones,
un túnel de escamas e inmundicia
los llevó a la terrible alacena,
los llevó más allá, los llevo al tesoro.
Allí el Orbe danzaba en azul, danzaba en blanco,
henchido como un corazón en su interminable latir.
Me lo dejaron sostener. Yo soy el que los trajo de vuelta.
Fuera del túnel más sangre, más sangre bajo el hielo.
Portando su propia e increíble carga,
los jóvenes caballeros silencioso y andrajosos.
Ahora quedaban sólo cinco.
El último era el kender, saltando con sus pequeñas bolsas.
Yo soy Raggart, y esto es lo que os digo.
yo soy el que los trajo de vuelta.




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Canción fúnebre kender
(El país de los kenders, pág. 284)


Antes de lo esperado, la primavera volvía.
El mundo, alegre, giraba en torno a los soles.
El aire, impregnado de aromas de hierbas y de flores,
la cálida caricia del sol recibía.

Siempre, antes, podía explicarse
de la tierra la creciente oscuridad,
cómo la lluvia en su voluptuosidad,
engendraba helechos donde posarse.

Mas ahora todo aquello olvido,
cómo sobrevive una veta de oro,
cómo la primavera ofrece sus tesoros.
De la vida reniego, y también del nido.

Ahora recuerdo la invernal estación;
y el otoño, y el calor del estío,
dejan paso en la noche de mi ser baldío
a una negrura que empaña el corazón.




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Canción viajera kender
(El incorregible Tas, pág. 65)


Tu único amor es un velero,
anclado en nuestro embarcadero.
Izamos sus velas, trabajamos en cubierta,
abrimos las portillas para airearlo.

¡Ah, sí! Nuestro faro lo ilumina.
¡Ah, sí! Nuestras costas son cálidas.
Cuando estalla la tormenta
lo guiamos a puerto, a cualquier puerto.

Alineados,
los marineros lo contemplan desde el muelle,
sedientos como un enano ante un montón de oro
o como los centauros ante el vino.

Pues todos los marineros lo aman,
y se congregan donde esté anclado,
cada uno confiando en que se hunda,
con toda la tripulación a bordo.




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Cántico de Crysania o "Agua y polvo"
(El Umbral del Poder, pág. 201)


Agua que del polvo surge,
polvo que hacia el agua va,
que forma continentes, abstractos como el color
para los ojos ciegos, para el tacto de una mujer altiva.
Hija de Paladine que sólo sabe de textura, de olor.
De las aguas un país nace,
una tierra imposible
cuando al principio en los rezos se imagina,
donde el sol es, como los mares y estrellas, invisible,
y la divinidad en el código del aire se difumina.

Polvo que del agua viene,
agua que el polvo invocará.
Y la túnica que en el blanco toda la gama resume,
en la memoria, en regiones ocultas, se imprimirá,
por si vuelve la Luz, el arco iris, así se presume.
Un pozo abundante en lágrimas
se esboza en lontananza,
para alimentar el duro trabajo de nuestras manos,
en una esfera siempre fértil de anhelos, de remembranza,
una esfera donde, redimidos, vivirán un día los humanos.




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Cántico de Kitiara
El vano embrujo de la orquídea

(La Reina de la Oscuridad, pág. 5)


Kitiara, de todos los tiempos,
éstos son los que agitan la noche, la espera, el lamento.
Las nubes ensombrecen la ciudad mientras escribo,
congelando el pensamiento y la luz, haciendo que las calles
se suspendan entre el día y la negrura.
He esperado más allá de decisiones,
más allá del corazón en penumbra,
para hablarte como ahora lo hago.

En la ausencia creciste
más hermosa, más ponzoñosa.
Eras esencia de orquídeas en la ondulante noche
en que la pasión, cual tiburón arrastrado por un río de sangre,
mata los cuatro sentidos, sólo el corazón preservando
para, doblado sobre si mismo,
hallar su propia savia en una liviana herida.
Y yo, al igual que el tiburón,
degusto unas entrañas desgarradas el largo túnel de mi garganta;
mas, aún sabiéndolo, siento que la noche conserva su riqueza,
convertida en una manopla de deseos que me llevan a una paz
donde me confundo en un vano embrujo,
y estrecho en mis brazos la Tiniebla consagrada por el placer.

Pero la Luz,
la Luz, Kitiara mía,
cuando el sol las lluviosas callejas ilumina, y el aceite
de los empañados faroles reverbera en el agua por el astro azotada,
difuminando la claridad en mil arco iris...
La Luz hace que me levante y, aunque vuelva la
tormenta a enseñorearse,
pienso en Sturm, Laurana y los otros,
pero más que nadie en Sturm, que puede ver el sol
a través de la bruma y el manto de las nubes.

¿Cómo abandonarlos?
Y así, en la sombra,
no tu sombra sino la agitada y gris penumbra,
ansioso de Luz, ahuyento la tormenta.




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Cántico de Riverwind y Goldmoon
Llanuras ondeantes, llanuras infinitas

(El Retorno de los Dragones)


Las llanuras son infinitas,
el verano sigue cantando,
y la princesa Goldmoon
ama al hijo de un hombre pobre.

Su padre, Chieftain,
abre abismos entre ellos:
las llanuras son infinitas y el verano sigue cantando.

Las llanuras ondean,
el cielo está gris,
y Chieftain envía a Riverwind lejos,
hacia el este,
en busca de una magia poderosa.
Allá donde amanece,
las llanuras ondean y el cielo está gris.

¡Oh, Riverwind! ¿Adónde has ido?
¡Oh, Riverwind! El otoño se acerca.
Me siento junto al río
y contemplo el amanecer,
pero el sol asciende solitario sobre las montañas.

Las llanuras palidecen,
el viento del verano desaparece,
y él regresa, con la oscuridad de la piedra
reflejada en sus ojos.

Lleva una Vara Azul,
tan brillante como un glaciar.
Las llanuras palidecen, el viento del verano desaparece.

Las llanuras son frágiles,
tan doradas como la llama.
Chieftain se burla
de la pretensión de Riverwind.

Ordena a la gente
apedrear al joven guerrero:
las llanuras son frágiles, tan doradas como la llama.

Las llanuras han palidecido,
ha llegado el otoño.
La muchacha se reúne con su amante,
y las piedras pasan silbando junto a ellos.

La Vara refulge con luz azulada,
y ambos desaparecen:
las llanuras han palidecido, ha llegado el otoño.




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Cántico de Soth
En la serena medianoche

(El Umbral del Poder, pág. 377)


Aparta la luz sepultada
del candil, la antorcha sin raigambre,
y escucha el eco de la noche enlutada,
capturado en tu inflamada sangre.

Cuán serena es la medianoche, amor,
cuán tibios los vientos donde el cuervo vuela,
donde le cambiante claro de luna, amor,
palidece en tu ciega retina, se congela.

Tu corazón a gritos me llama, amor.
La Oscuridad en tu seno ha abierto una brecha,
por la que corren los ríos de la sangre, amor,
en la que, sugerente, penetra esta endecha.

Amor, el calor que encierra tu piel en agonía,
puro como la sal, como la muerte devastador,
cabalga a lomos de la luna roja, en la lejanía,
desde la fosforescencia de tu aliento, tu estertor.




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Cántico del Dragón (Primera versión)
(El Retorno de los Dragones)


Escuchad la canción de los sabios,
descendiendo del cielo cual lluvia de lágrimas,
purificando los años,
tañendo el Cántico de la Gran Leyenda de la Dragonlance.
Anterior al recuerdo o la palabra, hace muchos, muchos años,
en los primeros albores de la vida,
cuando las tres lunas ascendían sobre el regazo del bosque,
los inmensos y terroríficos dragones
sobrevolaban los cielos de Krynn.

De la Oscuridad de los dragones,
gracias a nuestros ruegos de Luz,
en la vacía superficie la pálida luna negra
una Luz naciente brilló en Solamnia,
un poderoso caballero invocó a los verdaderos dioses
y forjó la poderosa Dragonlance,
atravesando el alma de los dragones,
apartando de las relucientes costas de Krynn
la sombra de sus alas.

Así Huma, Caballero de Solamnia,
Portador de Luz, Primer Lancero,
siguió su Luz hasta el pie de las Montañas Khalkhist,
hasta los pies de piedra de los dioses,
hasta el agazapado silencio del templo.
Invocando a los forjadores de la Dragonlance,
tomó su indecible poder para aplastar al horroroso Mal,
haciendo que la garganta del dragón
engullese la envolvente Oscuridad.

Paladine, el Gran Dios del Bien,
brilló al lado de Huma,
reforzando la lanza de su brazo derecho,
y Huma, resplandeciente bajo miles de lunas,
expulsó a la Reina de la Oscuridad,
expulsó la enjambre de sus ululantes huestes
devolviéndolos al reino sin sentido de la muerte,
donde sus maldiciones cayeron sobre un vacío absoluto,
lejos de aquella tierra iluminada.

Así acabó la Era de los Sueños
y comenzó la Era del Poder.
En el este apareció Istar, reino de Luz y verdad,
donde minaretes de blanco y oro,
elevándose al cielo y a la gloria del cielo,
anunciaron el final del Mal,
e Istar, acunando y cantando a los largos veranos del Bien,
brilló como un meteoro
en los blancos cielos de lo verdadero.

Pero en la plenitud de la luz del sol
el Príncipe de los Sacerdotes de Istar vio sombras:
en la oscuridad vio que los árboles tenían dagas,
los riachuelos se oscurecían y espesaban bajo la silenciosa luna.
Buscó libros en los que hallar los senderos de Huma,
buscó pergaminos, señales y encantamientos,
para que también él pudiera invocar a los dioses,
encontrar apoyo para sus fines,
y desterrar, así, el Mal del mundo.

Los dioses abandonaron el mundo
y llegó la hora de la Oscuridad y la muerte.
Una montaña de fuego asoló Istar,
la ciudad explotó como un esqueleto en llamas;
de fértiles valles nacieron montañas,
los mares se filtraron en las grietas de las montañas,
sobre los mares abandonados suspiraron los desiertos,
los amplios caminos de Krynn estallaron,
convirtiéndose en senderos de muertos.

Entonces comenzó la Era de la Desesperación,
La Era de la Oscuridad.
Los caminos se mezclaron.
Vientos y tormentas de arena visitaron las ciudades.
Llanuras y montañas se convirtieron en nuestros hogares.
Cuando los antiguos dioses perdieron su poder,
gritamos hacia el cielo vacío,
hacia el frío y desmembrado gris, a los oídos
de los nuevos dioses.
Pero el cielo está sereno, silencios, quieto.
Y aún tenemos que escuchar su respuesta.




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Cántico del Dragón (Segunda versión)


De la oscuridad de los dragones,
gracias a nuestros ruegos de luz,
en la vacía superficie de la pálida luna negra
una Luz naciente brilló en Solamnia,
un poderoso caballero invocó a los verdaderos dioses
y forjó la poderosa Dragonlance,
atravesando el alma de los dragones,
apartando de las relucientes costas de Krynn
la sombra de sus alas.

Paladine, el Gran Dios del Bien,
brillo al lado de Huma,
reforzando la lanza de su brazo derecho,
y Huma, resplandeciente bajo miles de lunas,
expulsó a la Reina de la Oscuridad,
expulsó al enjambre de sus ululantes huestes
devolviéndolos al reino sin sentido de la muerte,
donde sus maldiciones cayeron sobre un vacío absoluto,
lejos de aquella tierra iluminada.

Así acabó la Era de los Sueños
y comenzó la Era del Poder.
En el este apareció Istar, reino de luz y verdad,
donde minaretes de blanco y oro,
elevándose al cielo y a la gloria del cielo,
anunciaron el final del Mal.
E Istar, acunando y cantando a los largos veranos del Bien,
brilló como un meteoro
en los blancos cielos de lo verdadero.

Pero en la plenitud de la luz del sol
el Rey de Istar vio sombras:
en la oscuridad vio que los árboles tenían dagas,
los riachuelos se oscurecían y espesaban bajo la silenciosa luna.
Buscó libros en los que hallar los senderos de Huma,
buscó pergaminos, señales y encantamientos
para que también él pudiera invocar a los dioses,
Encontrar apoyo para sus fines,
y desterrar, así, el Mal del mundo.

Los dioses abandonaron el mundo
y llegó la hora de la Oscuridad y la muerte.
Una montaña de fuego asoló Istar
y la ciudad explotó como un esqueleto en llamas.
De fértiles valles nacieron montañas,
los mares se filtraron en las grietas de las montañas;
sobre los mares abandonados suspiraron los desiertos,
los amplios caminos de Krynn estallaron,
convirtiéndose en senderos de muertos.

Entonces comenzó la Era de la Desesperación.
Los caminos se mezclaron.
Vientos y tormentas de arena visitaron las ciudades.
Llanuras y montañas se convirtieron en nuestros hogares.
Cuando los antiguos dioses perdieron su poder
gritamos hacia el cielo vacío,
hacia el frió y desmembrado gris,
a los oídos de los nuevos dioses.
Pero el cielo está sereno, silencioso, quieto.
Y aún tenemos que escuchar su respuesta.

Al fin llegaron al este,
a la ciudad sumergida y malograda tras perder su luz azul,
los Héroes, los compañeros de la posada,
herederos de su culpa.
Salieron de túneles y de frondosos bosques,
de las bajas llanuras, de las cabañas de los valles,
de las granjas azotadas por los Señores de la Guerra
y las Tinieblas.
Servían a la Luz, a las llamas cubiertas
de la curación y la gracia.

Desde tantos lugares, perseguidos por huestes enemigas,
por legiones frías y fúlgidas,
arribaron portando la Vara a la demolida ciudad,
donde, bajo la maleza y los trinos de los pájaros,
bajo el vallenwood, bajo la eternidad y la revuelta negrura,
se abrió en la penumbra un pozo
que invocó a la fuente de la Luz,
que atrajo esa Luz a la esencia de sí misma,
a la plenitud de su fulgor divino.




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Canto de la alondra, el cuervo y la lechuza
(El Umbral del Poder, pág. 71)


La alondra

La Luz en el horizonte oriental
es perenne y matutina.
Renueva el aire con su hálito vital.
La fe, el anhelo aglutina.

Como ángeles las alondras emprenden su vuelo,
como ángeles las alondras ascienden
de la hierba soleada hacia el benigno cielo;
más fúlgidas que alhajas, el aire encienden.


El cuervo

La tenue luz del este
arranca de la oscuridad
la maquinaria del fulgor celeste,
de la alondra la prístina ingenuidad.

Pero los cuervos en la noche abundan,
y las brumas que emergen de poniente,
en sus corazones soterrados alumbran
un nido de maldad rugiente.


La lechuza

A través de la noche, en la penumbra, cabalgan las estaciones,
se rinden los años a la cambiante luz de las esferas,
y en el alma o crepúsculo vacuas se tornan las emociones,
en la abstracción de las luchas postreras.

Pues siempre hay vestigios de muerte en el verde prado,
y estrellas fugaces sobre el cruel matadero,
siempre, aunque sombríos sus copas y trazado,
en los vallenwood reverbera la luz del día venidero.




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Canto de los pájaros del Bosque de Wayreth
(El país de los kenders)


Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen; los translucidos torrentes,
lagos de cristal, infunden placidez a nuestros corazones.

Bajo estas ramas ceden de buen grado las maldiciones,
en los lindes quedan los cantos de las aves,
del amor la historia,
junto a la fiebre del duro quehacer, las flaquezas
de la memoria.
Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones.

Y la Luz sobre la Luz, para expulsar la negrura, se vierte.
Bajo las ramas no existe la sombra, la sombra se ha olvidado
en la tibieza del sol y de las hojas el olor perfumado,
donde crecemos en lugar de marchitarnos,
y los árboles son verdes.

Reina aquí la paz, la música se impone al silencio existente
en esta frontera imaginaria del mundo, donde la claridad
completa los sentidos y prevalecen la verdad,
los frutos maduros que nunca caen y los translucidos torrentes.

Se secan las lágrimas de nuestros ojos, ya no son aguijones.
O fluyen en callados riachuelos que invitan al sosiego.
El viajero se abre al aire húmedo, cálido, casi veraniego,
lago de cristal que infunde placidez a nuestros corazones.

Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones
donde crecemos en lugar de marchitarnos.
Nuestros árboles son verdes,
dan frutos maduros que nunca caen; los translucidos torrentes,
lagos de cristas, infunden placidez a nuestros corazones.




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Canto de Vulcania
(Espada de Reyes, pág. 7)


Un argénteo acero,
forjado con estrellas en el taller de Reorx,
de empuñadura de oro y zafiros,
sublimado en la sangre de los héroes,
¡llama a la unidad!
¡Aliaos, enanos de las montañas de Thorbardin!
Os han dado a Vulcania,
una Espada de Reyes.
¡Al fin, al fin!




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El Caballero de la Rosa Negra
(La Reina de la Oscuridad)


Coro de elfas

Y en el clima de los sueños,
cuando la recuerdes,
cuando se propague el universo onírico y la luz parpadee,
cuando te acerques al confín del sol y la bondad,
nosotras avivaremos tu memoria,
te haremos experimentar todo aquello de nuevo,
a través de la perenne negación de tu cuerpo.


Solistas

Porque al principio fuiste oscuro en el seno vacuo de la Luz
y te extendiste como una mancha, como una ulcera.

Porque fuiste la escamosa testuz de un áspid,
sintiendo para siempre el calor y la forma.

Porque fuiste la muerte inexplicable en la cuna,
la traición hecha hombre.


Dúo

Y aún más terrible que todo esto fuiste,
pues atravesaste un callejón de visiones
incólume, inmutable.

Cuando aullaron las mujeres desgarrando el silencio,
partiendo la puerta del mundo
para dar paso franco a indecibles monstruos...
Cuando un niño abrió sus entrañas en parábolas de fuego,
en las fronteras
de dos reinos ardientes...


Coro

El mundo se dividió, deseoso de engullirte,
deseoso de entregarlo todo
para extraviarte en la noche.

Todo lo atravesaste incólume, inmutable,
pero ahora los ves engarzados por nuestras palabras,
por tu concepción al salir de la noche,
en la lucidez de la negrura,
y sabes que el odio es la paz del filósofo,
que su castigo es imperecedero,
que te arrastra entre meteoros,
entre la trasfixión del invierno,
entre rosas marchitas,
entre las aguas del tiburón,
entre la negra compresión de los océanos,
entre rocas, entre el magma,
hasta ti mismo, un absceso intangible
que reconoces como la nada.
La nada que volverá una y otra vez,
bajo las mismas reglas.




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Elegía al caballero Sturm Brightblade
(La Tumba de Huma, pág. 439)


Devuelve a este hombre al seno de Huma.
Deja que se pierda en el sol luminoso,
en el coro de aire donde se funde el aliento;
recíbelo en la frontera del firmamento.

Más allá del cielo imparcial
asentaste tu morada, en constelaciones de estrellas
donde la espada traza un arco anhelante,
donde nuestro canto se realza.

Concédele el descanso de un guerrero;
por nuestras voces alentados, por la música del mundo,
converjan los lustros de paz en un día
en el que habitar pueda las entrañas de Paladine.

Y guarda el último destello de sus ojos
en un lugar seguro, sagrado,
por encima de palabras y de esta tierra que tanto estimamos,
mientras de las Eras recuento pasamos.

Libre de la asfixiante nube de la guerra,
como un infante que sano crece,
vivirá en un mundo eterno y brillante
donde Huma será el estandarte.

Sobre las antorchas de las estrellas
se dibuja la gloria inmaculada de la inocencia;
de este país errado, nido de violencia,
líbranos, ¡oh, Huma!

Permítele la última bocanada de su aliento
perpetúe el vino, la esencia de las rosas;
de amor abyecto, de lides no venturosas,
líbralo, ¡oh, Huma!

Que se refugie en el tibio aire,
de la espada de acero que gélida desciende;
del peso de la batalla siempre inclemente,
líbralo, ¡oh, Huma!

Por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde
quiso descansar, sin rendirse, en un mundo inmutable;
si allí encuentra ahora el estigma abominable de la guerra,
líbralo, ¡oh, Huma!

Sólo el halcón recuerda la muerte
en un universo perdido; de la oscuridad,
de la aniquilación de los sentidos,
te lo suplicamos agradecidos,
líbralo, ¡oh, Huma!

Pronto se alzará la sombra de Huma
del seno de la muerte, quebrando su vaina;
del cobijo de la mente en una bruma vana,
te lo suplicamos agradecidos,
líbralo, ¡oh, Huma!

Más allá del cielo imparcial
asentaste tu morada,
en constelaciones de estrellas
donde la espada traza un arco anhelante,
donde nuestro canto se realza.

Devuelve a este hombre al seno de Huma,
más allá del cielo imparcial;
concédele el descanso de un guerrero
y guarda el último destello de sus ojos,
libre de la asfixiante nube de la guerra,
sobre las antorchas de las estrellas.
Permítele la última bocanada de su aliento,
que se refugie en el tibio aire,
por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde
sólo el halcón recuerda la muerte.
Pronto se alzará la sombra de Huma
más allá del cielo imparcial.




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Esponsales de Riverwind y Goldmoon
(El Retorno de los Dragones)


Estrofas de Goldmoon

Hay guerras en el norte,
los dragones surcan los cielos de nuevo.
"Son tiempos de sabiduría",
dicen los sabios y casi sabios.
"Y, en el corazón de la batalla,
llegó la hora de los valientes.
Ahora la mayoría de las cosas son más importantes
que la promesa de una mujer a un hombre."

Pero tú y yo, atravesando ardientes praderas,
caminando en la oscuridad de la tierra,
confirmamos a este mundo, a estas gentes,
los cielos que les dieran vida,
los vientos que nos despiertan,
este altar en el que estamos.
Y todo se hace más importante
tras la promesa de una mujer a un hombre.


Estrofas de Riverwind

Ahora, en la entrada del invierno,
cuando cielo y tierra son grises,
aquí, en el corazón de la nieve durmiente,
es tiempo de decir sí
al germinante vallenwood
de los verdes campos.
Pues estas cosas son más importantes
que las promesas de un hombre a su prometida.

Por las promesas que mantenemos,
forjadas en la incipiente noche,
atestiguadas por la presencia de héroes
y la perspectiva de luz primaveral,
los niños verán lunas y estrellas
donde ahora cabalgan los dragones.
Y las cosas humildes se hacen más importantes
tras las promesas de un hombre a su prometida.


Votos nupciales (Repetición)

Pero tu y yo, atravesando ardientes praderas,
Caminando en la oscuridad de la tierra,
Confirmamos a este mundo, a estas gentes,
Los cielos que les dieron vida,
Los vientos que nos despiertan,
Este nuevo hogar en el que estamos.
Y todo se hace mas importante
Tras la promesa de una mujer a un hombre.




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Himno elfo
(El Retorno de los Dragones)


El sol,
ese ojo maravilloso
de nuestro firmamento,
se sumerge en la noche,

dejando
al soñoliento cielo
cuajado de luciérnagas,
oscureciéndose de gris.

Duerme ahora,
nuestro más viejo amigo,
arrullado entre en los árboles.
Llamándonos.

Las hojas
despiden un frío fuego,
fundiéndose en cenizas
cuando el año acaba.

Y los pájaros,
dejándose llevar por los vientos,
se dirigen al norte
cuando finaliza el otoño.

El día se hace más oscuro,
las estaciones se desnudan.
Pero nosotros
aguardamos el fuego verde
del sol entre los árboles.

El viento
hace que pasen los días.
En cada estación, en cada luna,
surgen grandes reinos.

El respirar
de la luciérnaga, del pájaro,
de los árboles, de los hombres,
se funde en la palabra.

Duerme ahora,
nuestro viejo amigo,
arrullado entre los árboles.
Llamándonos.

La Era se va,
con los miles de vidas
y de historias que los hombres
se llevan a su tumba.

Pero nosotros,
generosos en
gloria y poesía,
nos unimos a la canción.




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Invocación de los espíritus errantes (Fragmento)


Tu corazón a gritos me llama amor.
La Oscuridad en tu seno ha abierto una brecha,
por la que corren los ríos de la sangre, amor,
en la que, sugerente, penetra esta endecha.

Amor, el calor que encierra tu piel en agonía,
puro como la sal, como la muerte devastador,
cabalga a lomos de la luna roja, en la lejanía,
desde la fosforescencia de tu aliento, tu estertor.




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La despedida de Raistlin
(La Reina de la Oscuridad, pág. 445)


Caramon, los dioses han burlado al mundo
con ausencias, con dádivas,
y a todos nos albergan en su crueldad.
La sabiduría que nos legaron en mí la han depositado,
la suficiente para que las diferencias advierta:
la luz en los ojos de Tika cuando la vista aparta,
el temblor en la voz de Laurana cuando habla Tanis,
y el grácil ondear del cabello de Goldmoon
al sentir la proximidad de Riverwind, su caricia.
Me miran, e incluso con tu mente
la diferencia podría discernir. Aquí me asiento,
frágil mi cuerpo cual huesos de ave.

A cambio los dioses nos enseñan compasión,
nos dan misericordia, así nos compensan.
He de decir que a veces lo consiguen,
pues he presenciado como el aguijón de la injusticia
traspasaba a quienes, débiles en exceso
para combatir al hermano,
intentaban buscar respaldo o amor y, al contemplarlos,
el dolor se amortiguó hasta reducirse a un destello;
pero lloré como tú lloraste, derrame mis lágrimas
sobre la rosa que al más flaco cobija.

Tú, hermano, en tu irreflexiva candidez,
en ese singular mundo donde el brazo de la espada
traza el ancho arco de la ambición
y el ojo guía sin malicia a la mano inmaculada,
tú, que en ese universo vives, no puedes seguirme,
no puedes otear el paisaje de los espejos rotos en el alma,
el doloroso vacío en un mágico juego de prestidigitación.

Y tú me quieres, de modo tan sencillo como la brisa,
el equilibrio de nuestra sangre ciegamente compartida,
o como el sesgo de la espada al clavarse en la nieve;
es la mutua necesidad la que te desconcierta,
la honda complejidad resguardada en las venas.
Salvaje en la danza de la guerra cuando te yergues,
escudo infranqueable, frente a tu hermano,
de tu corazón brota el alimento
que salvaguarda
mi debilidad.
Si yo de ti me separo,
¿Dónde hallarás la plenitud de tu sangre?
¿Arrebujada acaso en los túneles del ser?

He oído el canto acariciador de la Reina,
su serenata, una llamada a la contienda
que se entremezcla con la noche;
la noche me invita a ocupar mi silencioso trono
en las profundidades de su insensible reino.

Los Señores de los Dragones pretendieron
unir la Oscuridad a la Luz, corromperla
bajo el influjo de las mañanas y las lunas.
En el difícil equilibrio la pureza se destruye,
pero en la voluptuosa penumbra yace la verdad,
la última y grácil danza.

No es para ti tal destino;
no puedes seguirme en las Tinieblas,
en el laberinto de la fresca brisa.
Acunan tu hálito el sol,
la sólida tierra donde nada esperas,
tras perder tu camino cuando la ruta se desdibujó,
muerta su esencia.

No podría explicártelo,
mis palabras sólo tropiezos te causarían.
Tanis es tu amigo, mi pequeño huérfano; él te revelará
los secretos que vislumbra en las sendas de las sombras,
pues conoció a Kitiara,
el brillo de la oscura luna en sus negros cabellos.
Y ni aun así logra amenazarme, arrullado como estoy
por el húmedo susurro que la noche esparce
sobre mi faz expectante.




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Marcha guerrera de los enanos
(La Guerra de los Enanos, pág. 366)


Bajo las montañas, del hacha la esencia
brota de las cenizas, del alma, de un fuego apagado.
Templado su astil, anuncia su presencia,
pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.
El corazón del soldado,
domina y anima la acción.
Vuelve glorioso,
o sobre el blasón.

Salidas de las cuevas, al surcar el aire en una pirueta,
las hachas sueñan, sueñan con la roca,
con metal vivo que nació de una generosa veta.
Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.
el corazón del soldado
anhela, desea la acción.
Vuelve glorioso,
o sobre el blasón.

El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo,
el verde del bronce, el cobre siempre fiel,
creados en el fuego de la fragua del mundo,
consumen la injusticia al hender la piel.
El corazón del soldado
descansa, completa la acción.
Vuelve glorioso,
o sobre el blasón.




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Oda al valor de Tas
(La Guerra de los Enanos, pág. 115)


Incluso la noche languidece,
porque la Luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que la Oscuridad muere.

Pronto el ojo convierte
de la noche la complejidad
en una paz donde la mente
se mece en fabulosa luminosidad.


Respuesta de Takhisis

Incluso la noche languidece,
cuando la Luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que todo en la Oscuridad muere.

Pronto el ojo se disuelve,
perplejo por la nocturna complejidad,
en la paz eterna de la mente,
vencida para siempre la luminosidad.




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Remembranzas del Muro de Hielo
(Los Caballeros de Takhisis, pág. 9)


En el territorio más meridional
donde se alza el Muro de Hielo
bajo el pálido y cíclico sol,

donde las leyendas se congelan
en la escarcha del recuerdo
y el mercurio descendido,

preparan las largas tinas
en memorias de la costumbre
vertiendo oro, vertiendo ámbar,

las viejas destilaciones
de grano, de sangre de bardos
y hielo y remembranza.

Y el bardo desciende bajo las aguas
bajo el oro, bajo el ámbar
escuchando todo el tiempo

al oscuro fluido amniótico
de corrientes y recuerdos
que fluye a su alrededor,

hasta que los pulmones, el dilatado corazón
se rinden a las aguas
y lo inunda lo percibido

y el mundo se precipita hacia él
más hondo de lo pensado, y se ahoga
o se queda huero, o emerge un bardo.

En el norte se hace de otro modo:
juiciosamente bajo la luna
donde las fases se afanan

saliendo de la oscuridad a la luz
de monedas y espejos
en abundantes libertades de aire.

Oí decir que erais extranjeros
en el país injusto
donde los bardos descienden

a las aguas donde la fe
se transforma en visión,
al elixir de la noche,

a la última inhalación asfixiada
entregada al recuerdo
de donde viene la poesía, solitaria.

Oí decir que erais extranjeros
en el misericorde norte
que Hylo, Solamnia,

y una docena de provincias innominables
os purificaron mas allá de la envidia, de la soledad.
Entonces las aguas me contaron la verdad:

lo mucho que recordáis vuestras muertes
donde las mitades de un reino dividido
se un en un terreno perdido,

de cómo pasáis como lunas, rojos y plateados,
con destino al celestial oeste
en una alianza de compasión y luz.

Desde el principio los cielos
tenían esto en mente, un tránsito
a través de la oscuridad y del país imaginado,

el punto de fuga a la luz del sol
al aire y en los horizontes de la tierra...
sin ahogarse, sin la inundación del arpa.

Oh, jamás olvidasteis
la inmersión del bardo, el país del sueño,
el tiempo procedente al nacimiento de los mundos.

donde todos nosotros esperábamos
en la gestante oscuridad,
en la muerte que la carta pronostica

pero solos y juntos cabalgáis
hacia la moribunda, la agonizante
historia que significa que empezamos de nuevo...




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Riverwind y la Vara de Cristal Azul
(La Magia de Krynn, pág. 11)


I.

Aquí, en las llanuras donde el viento
abraza la luz y su ausencia,
donde el viento es la voz
que baja de los dioses
y el rumor de la tonada antes de que el canto comience,
aquí, el pueblo camina en un continuo errar
hacia el hogar, bajo los vientos,
en perpetuo movimiento.
Un anciano canta la canción de un país ausente,
hermoso, despiadado como la luz del sol,
frío como vientos imaginados tras el ojo de la lluvia;
allá lejos, hijos y padres míos,
la canción del campo se cierne y abate
sobre la tierra dormida
como un halcón,
hijo del hambre y las corrientes térmicas,
cantando eternamente,
cantando:

No siempre fue después de las guerras.
Hubo un tiempo en el que el fuego
no prendía por sí mismo en la hierba marchita;
un tiempo de aguas abundantes
y luz evanescente,
cuando no imaginábamos
que surgiera un nuevo país
del largo espejismo de países
relatados de madres a hijas,
en un sueño yermo
en el que nada de esto habría sucedido.
ni las lunas en su danza
ni los corazones francos de los halcones
ni el propio viento
previeron que los fuegos,
ardientes como sangre de arpías
en las venas de la tierra
consumieran nuestro sueño
mientras dormíamos al final de la jornada,
mientras todo esto ocurría.

Una patrulla encontró al niño
entre olas de hierba y oscuridad,
la noche de la conjunción de las lunas
en que la luz se desvaneció,
dejando el cielo negro
a excepción de una cuña de plata,
curva como hoja de espada,
en el corazón del firmamento.

y fue con el nombre de la noche
en que lo encontraron
por el que se lo conoció.
atrás dejo los años sin nombres,
los de su tiempo entre los leopardos
que debieron de criarlo
entre olas de hierba y oscuridad,
aunque el no los recordara,
ni hablara de las tumbas apiladas
en las que sepultó su niñez
y sus primeras palabras infantiles.

Fue la noche en que lo encontraron
la que le dio nombre.
Riverwind, nombre prestado,
tomado de la hierba,
de la oscuridad en movimiento,
del temor provocado por el cielo
y la afilada hoja de una luna devorada.

Y fue respetado por las familias
al irse perdiendo entre las gentes
el origen de su sangre,
enterrado, al igual que se entierran con palabras
la senda del antílope y el grito del halcón.
El viento perpetuo murió tras su cabeza
al ir caminando y caminando,
al ir haciéndolo suyo los que-shu,
al ir haciéndolo el su pueblo,
hasta que el sueño de los que-shu
se unió a su sueño
como la noche a la luna,
y sus únicos recuerdos fueron
la llanura
y el viento
y el continuo vagar errante.


II.

Riverwind, tomado de la noche,
creció siendo los ojos del pueblo,
el lector del aire, del viento descendente.
Y, en su subconsciente,
un profeta, un chacal,
porque el rugido del leopardo,
inaudible para el pueblo
salvo en el lugar donde el mundo se precipita,
resonaba en el fondo de su mente.
Y su mano ágil,
como la del halconero, o como el propio halcón
surcando el aire libre de correas,
era la mano del pueblo,
la mano izquierda,
la impetuosa,
la que sujeta firme el arco.
Y así habría seguido siendo, hijos y padres míos,
pero llegó la noche de las lunas danzantes,
la del cielo negro y plata en el este
y rojo en el ocaso del oeste.
La noche en que presentamos a nuestras hijas.

Arropada en el amor de su pueblo,
en el antílope, en el zorro,
en las altas plumas del halcón,
con diez inviernos contados,
apareció la hija de Chieftain, la princesa
sin compromiso con hombre ni aflicciones,
sin compromiso con los que jamas podría ser.
La postura de los jefes
corría por sus venas cual viento que domina el mundo.

Ella fue el corazón del cazador
en el corazón del pueblo errante,
oro en los ojos que imaginaron ver,
oro descendiendo de la luna
la noche que le dio nombre.
Y Riverwind supo que aquella jornada,
tregua con el horizonte, llegaba a su fin
envuelta en la luz y su promesa.
Benditos los días que lo acercaron a ella,
bendito el aire
que le llevo sus cantos de enamorado.
y el campo, a sus espaldas, cual coro de abejas
bordeando, lo inaudible, le decía:
también esta el dolor,
y tú tendrás que aprenderlo>.

Siete los veranos
que ella lo eludió,
inviernos en los que el frío y el campo
chocaron con las palabras: hija de Chieftain.
El corazón del antílope, partido en dos,
se desangraba
sobre el polvo arremolinado a sus pies.
Y el anciano, el abuelo,
el peregrino, Wanderer,
lector de los cielos,
vio emerger un rostro de niño
eclipsando al del hombre,
como ocurriera con las lunas
la noche que le dio nombre;
un rostro infantil repitiendo como un hechizo,
como un amuleto: hija de Chieftain.
la vieja historia repetida
de amor y lejanía,
de fronteras
ante las cuales el corazón se doblega.

No fueron los de Wanderer
los únicos ojos vigilantes
mientras todo esto ocurría.
En los ojos de la princesa,
el ojo del leopardo
fue reflejo sobre reflejo
mirándose en la eternidad,
como pensamientos en un largo camino.
No fueron los de Wanderer
los únicos ojos vigilantes
en los de Goldmoon observo el jefe
la danza de miradas y murmullos,
y lo vio desde su posición de juez,
sentencio que era imposible,
y llamo a Riverwind para encomendarle
tres tareas inalcanzables:
cuando vuelvas junto a mi hoguera
llevando la luna en tus manos,
las estrellas es un manto de colores,
y regreses del este portando
la vara de cristal azul,
brazo de los dioses en un país olvidado,
fuente de toda magia>.

Al escuchar esto,
Wanderer oyó el NO y otra vez NO
en el fondo de las palabras.
El sabia que la magia
es luz fraccionada,
luz en el corazón de un cristal,
retorciéndose y enroscándose en sí misma
sin cambiar jamas su esencia;
sabia que la magia es luz fraccionada,
cuando Riverwind extendió su manto sobre la hierba
y en las gotas de rocío atrapadas
relumbraron las estrellas;
lo sabia cuando el cazador tomo el liquido luminoso
en el cuenco de sus manos
y volvió ante el jefe
llevando la luna en sus manos,
las estrellas en un manto de colores.
Pero aun quedaba la tercera tarea,
la terrible,
pues las otras eran solo acertijos
que se plantean a niños, a cazadores,
a tantos otros que el jefe no recordaba.
El corazón y la mente de Wanderer
se retorcieron como la luz
del único y verdadero cristal,
plasmándose en palabras, susurros,
en consejos que oyó Riverwind
aquella noche, al filo de su marcha.
Y al dirigirse hacia el este
bajo las lunas titilantes,
hacia la fuente de luz
del núcleo de la vara,
esa noche, una vez mas,
fue la noche en que le dio nombre.


III.

Las llanuras son anchas como el pensamiento, padres míos,
como la memoria, donde el viajero
percibe el limite del cielo
a los errantes niños muertos;
y mas adelante, al irse estrechando el cielo,
bajo el terrible polvo,
los niños aceptan su nombre,
pues ellos son sus propias facetas
arrancadas a jirones durante el peregrinaje.

O así es como lo cuenta la historia
referida a la ceguera
en el país de los leopardos,
donde los ojos se quedan mudos
tras decir: somos parte de los niños,
de la piel, del polvo, de la memoria.

Pero el tiempo de la vara no es tiempo,
como advirtió el anciano que ocurriría,
por saberlo al leer el corazón del halcón
e interpretar el sesgo del viento;
por saber que la llamada de la vara
altera el paisaje y el corazón, y el modo
en que la memoria vaga por el corazón.
Y las lunas se cruzaron
en un ángulo imposible,
para reposar Solinari en la fuente del sol,
y Lunitari en los dragones.

Así supo Riverwind
que el leopardo se aproximaba,
con la piel desbordante de luz y oscuridad,
de oscuridad bullendo en luz,
hueso y músculo sometidos
ante túneles imaginados de llanuras y movimiento.
A sus espaldas,
algo se unió al canto del leopardo,
y brilló su ojo izquierdo
a través del leopardo
hasta alcanzar el limite del mundo.
A sus espaldas,
algo le dijo:
renuncia antes de que comience,
hijo, cachorro nuestro,
pues no conseguirás nada de este misterio;
nada, excepto
hierba agostada, tinieblas, anhelos;
nada, excepto
las tumbas de tu infancia
expuestas a la luz de las lunas;
y la muerte.
La muerte callada que ves
allá donde el cielo se une con las llanuras,
será tu muerte que se aproxima>.

El sabe que toda esta historia
es un sueño producto del peregrinaje;
producto de la noche y del persistente coro de voces
que ocultó al pueblo,
a Goldmoon, al jefe,
incluso al anciano.
Es la trama de la sangre,
el sueño que no puede recordar,
en el que halcón baja en picado
arrastrando las alas como un trofeo, una presa,
con el viento rendido a su ojos.
Mas, cuando el se acerca,
el leopardo y el halcón
se escabullen como el agua,
reflejos de luna sobre luna,
en el centro del reino de la vara;
y persigue cada desaparición
acechando las trampas de las lunas.
voy conociendo este país inexplorado.>

Pero el peregrino viaja
a través de hambres emboscadas,
de campos sedientos que ahuyentan
conocimiento y sabiduría;
y las palabras del anciano
interpretan el camino que deja atrás,
pero el que aguarda frente a él
es un rumor de aguas,
de cristal que se alza desfigurado
por la luz de las lunas,
por el pensamiento y la ausencia del pensamiento.
Por fin, surge el agua ante él,
cual cristal azul.
Esta vez... Esta vez...>
pero el agua lo elude, se escapa
llevándose las lunas
a sus profundidades, cual recuerdos
o conjeturas de dioses, hasta que, de nuevo,
el agua aparece,
y en su espejo se ve a si mismo
mirando a lo alto,
con las lunas enredadas en sus hombros;
y se arrodilla a beber, mas bebe demasiado tiempo,
pues desde el agua
se alzan sus propios brazos,
terribles, fríos como el viento,
arrastrándolo al fondo,
hacia las lunas y las tinieblas,
hacia la paz recordada del pasado
que murmura sobre su rostro difuso:
.
mas la voz del anciano regresa,
sacándolo a la superficie,
y el aliento de sus palabras, que lo sostiene mas allá de la fe,
cae sobre el fondo de las aguas que nunca fueron,
pues, en alguna parte,
el abuelo repite, repite:
que, al girar, capta la luz
y la moldea en formas y espejismos,
en un fuego fatuo
situado en el corazón del cristal,
donde no existe nada excepto luz,
dañada y rota,
mas allá de las cosas.
recuerda, hijo mío, recuerda...>.
y Riverwind, renovado y redimido
por las palabras, por el aire purificador,
dice: voy conociendo este país inexplorado>.

Va conociéndolo hasta que el rojo y la plata
de las lunas se mezclan en el aire,
y la luz es dorada
como las velas perfumadas de Istar,
olvidadas,
tal vez terribles,
y allí, caminando cual leopardo,
al filo de lo inaudible y de la fe,
ve a Goldmoon que le dice:
renuncia a esto antes de que comience,
amado, joven nuestro,
porque puedes aprender todo con este misterio,
todo por este misterio,
hierba agostada y tinieblas y anhelos
y el origen de los niños
floreciendo para ti en invierno.
Acuéstate, mi amor, descansa>.

Aun así, camina hacia la hija de los jefes;
mas ella, en silencio, se aleja.
La historia de días y años
gira cual remolino de aguas.
voy conociendo este país inexplorado.>
Pero ella se aleja en silencio,
hacia el refugio y los brazos de innumerables hijos de jefe,
que ante el se alzan eternamente,
como pieles de muertos
relucientes de estrellas y que se abrazan eternamente a ella, que se vuelve,
- saetas de luz sus verdes ojos,
sus ojos, los de el bajo la luna sinuosa -,
y le sonríe mientras lo entrega a los guerreros.
voy descubriendo este conocimiento,
este sueño de la vara
que es horrible cuando la vara se rinde.>
Bajo las lunas, continua su marcha
de pasos extraviados,
hasta que su piel se vuelve contra el,
moteada, oro sobre negro, sobre oro,
y sus fuertes manos semejan
un nido de cuchillos,
y su frente se inclina ante el tórrido viento,
ante el coro de leopardos.
en la garganta de ella,
esa garganta de innumerables jefes,
la sangre bulle, se alza
como espejismos, como corrientes térmicas,
y ya no quedan palabras
mientras el sueña su sueño,
y las gargantas se enclarecen.

Adelante. sigue adelante sin recordar nada,
ni marcha, ni grito del pueblo,
ni caza a la cabeza de la marcha,
ni horizontes, ni conjunción de lunas
en noches que les dieron nombre.
Ha dejado todo atrás, completamente,
rindiéndolo a la piel desbordante de luz y oscuridad,
de oscuridad bullendo en luz,
hueso y músculo sometidos
ante túneles imaginados de llanuras y movimiento.
Algo a su espalda
le canta al oído, y su ojo izquierdo brilla
directamente, a través de espejismos,
hasta alcanzar el limite del mundo;
y el olor a sangre
se mezcla con el olor de la roca, del agua
que son sabias y letales y buenas mas allá de la razón.
Erguido y vertical,
mas allá de la protección del leopardo,
entra cautelosamente en la luz,
su primera y ultima piel
recordada y vencida,
de nuevo arropado por el largo sueño deslumbrante.
Y allí, en un templo de roca, frío,
insustancial como la lluvia,
impasible como el silencio pétreo,
se encuentra la vara, que canta,
que canta:
del limite del mundo.
atrás dejas un país que se desvanece.
álzame como un trofeo,
como una tercera luna en el cielo conocido
y, en lugar de ser brazo del jefe,
se tu el jefe mismo,
el señor de la tierra del leopardo>.
Y Riverwind, impasible
como el silencio pétreo,
evoca el limite del cielo,
y los niños vagabundos muertos.
La vara brilla de súbito
y alcanza la mano que la rechaza;
y allí, entre sus dedos, el mundo gira,
y en su subconsciente
la voz del leopardo, hecha de palabras, canta:
renuncia antes de que comience,
hijo, cachorro nuestro,
pues no conseguirás nada de este misterio;
nada, excepto
las tumbas de tu infancia
expuestas a la luz de las lunas.
Y la muerte;
la muerte callada que ves,
allá donde el cielo se une a las llanuras,
es tu muerte que se aproxima>.

Pero se somete a la luz de la vara
que resplandece con mas fuerza
al alumbrar al país afligido,
a las tres lunas, ahora equilibradas,
a la noche replegada en el corazón de la noche.
Y emite luz azul,
la luz del cristal revelada por la mano de un guerrero
descendiente de la extirpe del leopardo;
y el perpetuo corazón del pueblo
recobro la memoria del pasado.
Pero Riverwind, impasible como el silencio pétreo,
ríe por vez primera
desde que el oeste desapareció,
porque sabe que este es el país
al que no ha logrado conquistar,
porque bajo las llanuras yace la nada,
porque la victoria camina
de la mano de niños muertos
a través de perturbadores años de luz.


IV.

El resto de la historia, ya la conocéis:
como Riverwind, portando la vara,
regreso con el pueblo,
- Oscuridad pétrea en sus ojos -;
y lo que el jefe ordeno
- Yo estaba allí y fui testigo,
mas mis palabras no los detuvieron -;
y lo que la vara significo
en la mano de Goldmoon.

Pero, quizá, no sepáis que,
cabalgando por senderos de luz,
desde las llanuras hasta el Ultimo Hogar,
ella le dijo:
no solo ante mis ojos,
sino ante los del reino del halcón;
por siempre la historia prosigue;
por siempre la historia>.

Pero Riverwind, NO, NO,
y otra vez NO,
a la luz fraccionada de la vara,
porque, atrapada en el resplandor,
su mano, ahora incorpórea,
atraviesa las facetas hasta alcanzar
el núcleo luminoso,
y ve que no es de este mundo
la tercera luna que esta saliendo.
Desde entonces,
la noche del corazón de la vara
fue la noche que le dio nombre.

Aquí, en las llanuras donde el viento
abraza la luz y su ausencia,
donde el viento es la voz
que baja de los dioses
y el rumor de la tonada antes de que el canto comience,
aquí, el pueblo camina en un continuo errar
hacia el hogar, bajo los vientos,
en perpetuo movimiento.
Un anciano canta la canción de un país ausente,
hermoso, despiadado como la luz del sol,
frío como vientos imaginados tras el ojo de la lluvia;
allá lejos, hijos y padres míos,
la canción del campo se cierne y abate
sobre la tierra dormida
como un halcón,
hijo del hambre y las corrientes térmicas,
cantando eternamente,
cantando...




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Salmo funerario de los Caballeros de Solamnia
(Los Caballeros de Takhisis, pág. 247)


Devuelve a este hombre al seno de Huma,
más allá del cielo imparcial;
concédele el descanso del guerrero,
y guarda el último destello de sus ojos,
libre de la asfixiante nube de la guerra,
sobre las antorchas de las estrellas.
Permítele la última bocanada de su aliento,
que se refugie en el tibio aire,
por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde
sólo el halcón recuerda la muerte.
Pronto se alzará la sombra de Huma,
más allá del cielo imparcial.




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Himno al Monte Noimporta
(La conquista del Monte Noimporta, pág. 155)


¡Salve, Monte Noimporta, bella montaña,
y tantas maravillas que aquí se guardan!
Que nunca sufras los estragos del tiempo
(Aquí hemos olvidado que había otro verso)
mas no importa, Monte Noimporta,
donde pasan los años y ni se nota.




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Cántico gnomo
(La conquista del Monte Noimporta, pág. 191)


Si el pensamiento es la madre
de toda buena actuación,
¿Quién es el hijo, contadme,
de la pura distracción?
¡Presta toda tu atención!
¡Deja que tu mente cambie!

¡Haz las cosas cotidianas
más raras e inexplicables!
Las redes vendrán cargadas,
Solo si las echas antes:
¡No pienses lo que te manden,
sino lo que a ti te plazca!




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Canciones centauras
(La misión de Dezra, págs. 127 y 153)


Elessan ho palethai nisi,
Hé temon adrabai leomon,
Pithander, gonaios salisi,
Hé oidren lelémoras tomon.

==================

Del cielo, la lluvia,
la lluvia besa la tierra.
De la tierra, el árbol,
el árbol da su fruto.

El fruto alimenta al hombre,
el hombre vive y muere,
yace entre las llamas,
que se elevan al cielo.




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Cántico de Huma
(El Retorno de los Dragones)


De uno de los pueblos de los numerosos condados,
surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba,
dónde esgrimió su espada por vez primera en las danzas crueles de la niñez,
al descubrir la eterna retirada de su pueblo,
su grandeza germinó en una ciénaga en llamas,
con el vuelo raso del martín pescador acompañándolo en el cielo,
Huma caminó sobre rosas, guiado por la fúlgida luz de la Rosa.
Acosado por los Dragones, se retiró al confín de la tierra,
al límite de sus emociones, de su ser,
hacia la espesura
donde Paladine lo enviaba.
Y allí, rodeado del fragor de los cuchillos,
creció entre la violencia, anhelante,
abatido por un ensordecedor coro de voces.

Allí fue donde el ciervo blanco lo encontró,
al final de un viaje planeado en los albores de la Creación,
trotando en el linde del bosque donde Huma,
desfallecido y hambriento, tensó su arco,
agradeciendo a los dioses la presa y el alimento.
Entonces vio en el frondoso bosque, en el silencio primero,
el símbolo del corazón turbado, la resplandeciente cornamenta.
Bajó el arco y la vida se reanudó.
Huma siguió al ciervo, su maraña de sus astas fundiéndose en la espesura,
como el recuerdo de una luz joven,
cual garras de aves remontando vuelo.
La montaña se agazapaba ante ellos.
Ahora todo era inmutable. Las tres lunas se detuvieron en el cielo,
y la larga noche se precipitó entre las sombras.

Era de día cuando llegaron a la arboleda, a la ladera de la montaña,
desde donde el ciervo partió. Huma no lo siguió,
pues sabía que el final de este viaje era sólo verde
y la promesa verde que perduraba en los ojos de la mujer ante él.
Y benditos los días que se acercó a ella, bendito el aire que transportó
sus amorosas palabras, sus canciones olvidadas,
y las lunas absortas arrodilladas sobre la Gran Montaña.
Aún así ella lo eludía, luminosa y escurridiza como una ciénaga,
encantadora y sin nombre,
más encantadora aún por no tener nombre.
Descubrieron que el mundo, las deslumbrantes capas de aire,
la propia espesura se reducían
a nada ante la frondosidad del corazón.
Al final de los días, ella le reveló su secreto.

Pues no era mujer, ni siquiera era mortal;
sino hija y heredera de un linaje de dragones.
A Huma el cielo se le torno indiferente, colmado por las lunas.
La corta vida de la hierba se burló de él, se burló de sus padres.
La hiriente luz se encrespó sobre la resbaladiza montaña.
La mujer sin nombre ofrecía una esperanza
que no estaba en sus manos, pues sólo Paladine podía saber
que, a través de su eterna sabiduría ella podría surgir de las eternidades,
y allí, en sus plateados brazos, florecería la promesa de la arboleda.
Huma rezó por esa sabiduría, y el ciervo regresó.
Y hacia el este, a través de los desolado campos, sobre brasas,
cenizas y sangre, cosecha de los dragones,
viajó Huma, mecido por los sueños del Dragón Plateado
con el ciervo perpetuo como guía.

Al final llegaron al último puerto, un templo que quedaba tan al este
Que yacía donde el este acababa.
Allí apareció Paladine, en un estanque de estrellas y gloria,
Anunciando que de todas las alternativas,
La más terrible había caído sobre Huma.
Pues Paladine sabia que el corazón es un nido de anhelos,
Que podemos viajar hasta la luz eternamente,
convirtiéndonos en lo que nunca podremos ser.
Pues la novia de Huma podía caminar bajo el sol devorador,
Y juntos regresar a los techados condados,
Dejando atrás el secreto de la lanza y el mundo deshabitado
En la oscuridad, desposado con los dragones.
O Huma podía tomar la DragonLance purificando todo Krynn
De la muerte y la invasión, de los verdes senderos de su amor.

La más ardua de las elecciones, y Huma recordaba
cómo la espesura había protegido y bautizado sus primeros pensamientos
bajo el cobijante sol; y ahora, mientras la luna negra
giraba sobre sí misma absorbiendo el aire y la substancia de Krynn,
de todas las cosas de Krynn, de la arboleda, de la montaña,
de los abandonados condados... Él dormiría, se olvidaría de todo.
Pues lo que mas dolía era la elección, y las alternativas
queman la mano cuando el brazo ha sido cercenado.
Pero ella fue hacia él, sollozante y luminosa,
n un paisaje de sueños,
donde él vio al mundo derrumbarse
y renacer bajo el destello de la lanza.
En su despedida había muerte y vida.
A través de sus condenadas venas, el horizonte explotó.

Alzó la Dragonlance, retornó a la historia.
El pálido ardor fluyó por su brazo elevado, y el sol y las tres lunas,
aguardando prodigios, pendían unidos en el cielo.
Huma se dirigió al oeste,
a la torre de el Sumo Sacerdote, sobre la espalda del Dragón Plateado.
Y en el camino atravesó un país desolado donde sólo los muertos
caminaban, murmurando los nombres de los dragones,
por el lamento de los agonizantes,
el rugido en el aire hambriento, aguardaban al silencio indecible.
Esperaban, aún peor, temerosos de que el estallido de los sentidos
deviniera en un momento de vacío en que la mente
descansa con sus pérdidas y oscuridades.

Pues el sonido del cuerno de Huma en la lejanía
danzó en los campos de batalla.
Toda Solamnia elevó su rostro hacia el cielo del este,
y los dragones volaron hacia firmamentos más elevados,
creyendo que había sobrevenido algún terrible cambio.
Del tumulto de sus alas, del caos de los dragones,
del corazón de la nada; la madre de la noche,
arremolinada en lo incoloro de los colores,
se precipitó hacia el este, dentro de la mirada del sol,
y el cielo se deshizo en plata y en vacío de colores.
Huma yacía en el suelo, a su lado una mujer, rota su plateada piel,
la promesa de verde liberada del don de sus ojos.
Ella susurró su nombre en el instante en que la Reina de la Oscuridad se inclinaba sobre Huma.

La madre de la noche descendió.
Y desde lo alto de las murallas,
los hombres vieron sombras bullir
en el incoloro batir de sus alas: un cobertizo
cubierto de junco, el corazón de una espesura,
una olvidada luz plateada, explotaron en un terrorífico rojo.
Y del centro de las sombras surgió una profundidad
en la que la propia oscuridad resplandecía,
negando todo aire, toda, luz toda sombra.
Y arrojando su lanza al vacío, Huma cayó en la dulzura
de la muerte, en la redentora luz del sol.
Con la lanza, con su fuerte poder y la fraternidad
de aquellos que deben caminar hacia el límite del aliento
y de los sentidos, desterró a los dragones
al corazón de las nada, y las extensas tierras
florecieron en equilibrio y armonía.

Aturdido por la nueva libertad, aturdidos por la luminosidad
y los colores, por la insistente bendición de los santos vientos,
los caballeros llevaron a Huma, llevaron la Dragonlance,
a la arboleda de la ladera de la montaña.
Cuando regresaron a la arboleda en peregrinación y homenaje,
la lanza, la armadura, el propio Exterminador de Dragones,
habían desaparecido de la vista del mundo.
Pero la noche de las dos lunas llenas brilla en las colinas
sobre la silueta de un hombre y una mujer,
destellando acero y plata, plata y acero, sobre el pueblo,
sobre los techados y cuidados condados.




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Lorac
(La Guerra de la Lanza, pág. 11)


I.

El mundo de la mente
es un bosque sin sendas,
es una noche intrincada
de intenso verdor,
donde lo mejor y lo peor
se entremezclan y se dispersan
como una luz distante
en la faceta de una esmeralda,
como una chispa en el seno
de los mares rendidos.
Y, sí, siempre es así,
Pues en ese mundo ronda el fantasma
de antiguas suposiciones,
y, sin que importen las historias,
sin que importen los rumores
de leyenda y magia
que te iluminan a través
de la cortina de años,
enredado en la maraña de tu yo
acabas por creer
que la historia se trenza
en las venas de tus dedos,
que teje todo propósito,
todo perdón e injuria,
que recupera la sangre
consumida y verosímil,
hasta que, finalmente, en un acto de fe,
inventas la historia
basándote en los rumores,
en el viejo meandro
de aliento y olvido,
y entonces dirás,
más allá de la verdad y fe:
esto es lo que significa,
lo que significó siempre,
desde el principio del mundo
y hasta el fin de los tiempos.
Lo que ya sabía. Nada más.
Tal vez era amor
en las torres del pensamiento,
en las guaridas de la Alta Hechicería,
en la elevada doctrina
de luna, conjuro y convergencia;
donde los dragones se dispersaban
y el Príncipe de los Sacerdotes se cernía
sobre los ciegos tumultos
de dogma y fanatismo.
Tal vez era amor
en el radio del aliento,
en el bosque de cristal
donde el pensamiento se canalizaba
por cinco países evanescentes,
forjando las cinco joyas
en Istar, en Wayreth,
en la encumbrada Palanthas.
Tal vez era amor,
aunque más probablemente era reflexión,
en las dos torres desaparecidas,
mientras las joyas conflictivas
se reducían a cuatro, y después a tres;
tres, como las lunas
que giran en una órbita fracturada,
y las torres de Istar
y los chapiteles de Palanthas
se sacudieron con los ecos
del lenguaje olvidado,
huecos y fríos
con antiguas despedidas,
mientras las arañas caminaban
en lo alto de sus torreones,
y la polilla y el orín
corrompían el sueño de los días.


II.

Pero antes de que las torres
cayeran en el abandono,
antes del fuego
y del incienso de la destrucción,
cuando la torre de Istar
florecía con la magia
y el conocimiento duradero,
los parapetos brillaron
en las reflexiones solitarias
de Lorac Caladon,
Orador de las Estrellas.
Desasosegado en Silvanost,
atraído por una fría luz,
por el intrincado bosque de la magia,
llegó al norte,
a la reluciente Istar
donde las pruebas de la Alta Hechicería
aguardaban su juicio,
sus matemáticas determinadas,
y, pasada la primera prueba
y la segunda superada,
se irguió, satisfecho,
en lo alto de los parapetos,
bajo una luz vacilante y estriada,
la jactancia de su intelecto
por encima de la esfera de la ciudad,
donde la verde luminiscencia
del Orbe amenazado
lo llamaba desde el corazón de la Torre.
En el bosque sin sendas,
al final de los siglos,
oiría la canción
mientras pasaba de pensamiento
a recuerdo facetado,
cantando, cantando eternamente:
Después de la segunda
no hay otra.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas
y el canto del Orbe
es el canto de tu mente
en esta vetusta torre
vacía y si amor
por las largas despedidas.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
pero reposaré aquí,
dijo el Orbe, reluciendo,
mientras la historia se repliega
entre estos muros ostentosos
en tanto que la torre se derrumba
y con ella la mente,
los primeros baluartes encumbrados,
la casa de los dioses;
pero reposaré aquí,
mientras los bosques se agostan
y las llanuras se someten
al invierno y a la nada
a menos que el canto de tu mente,
que lo es todo, que es el mundo,
controle y domine
y desentrañe el misterio.
Llévame a Silvanost,
Orador de las Estrellas;
llévame a la libertad,
al país de verdor sobre verdor.
Tal vez era amor
en el corazón del cristal,
en la luz refractada
y seductora,
amor que encuentra amor en su dilatada fe,
en inhumanas matemáticas,
en la establecida parábola
de las equidistantes lunas,
pero allí, en la Torre,
convergieron seis fundamentos:
a mano del profeta,
el abrigado corazón de su voluntad,
el parapetado pensamiento,
el conjurador cristal,
y, siempre, el devastador instante
en que todos ellos se sitúan
en infausta alineación
con el sexto, el Orbe,
que llevó consigo,
como un corazón en su mano,
como una luz parpadeante,
como una tea
que incendió Silvanost
en días contados.
Les llevo fuego,
se dijo a si mismo,
les llevo luz
a la historia de los antiguos dioses.
Soy el primero;
los salvaré
en una tierra renacida,
los salvaré
y el viejo mundo girará y se alejará
rechazado por mi mano orientadora.
Así dijo para sus adentros,
y el horizonte informe
se tiñó de intenso verdor
sobre verdor
mientras Silvanesti surgía de su último sueño,
tangible, fraccionado con la luz.


III.

Y, más allá de los bosques,
el mundo se desplomó;
una montaña de fuego
se estrelló como un cometa
sobre la fastuosa Istar,
sobre la infinita urbe,
y la Torre, desguarecida y desalojada,
se quebró como un tallo seco
en medio de las llamas devastadoras;
y más allá de los valles
las cordilleras estallaron,
los océanos se derramaron para siempre
en las tumbas de montañas;
los desiertos suspiraron
sobre el abandonado lecho de los mares,
y las calzadas de Krynn se transformaron
en las sendas de los muertos.
Y, mientras el granizo y el fuego
se precipitaban sobre la tierra
en un diluvio de sangre,
incendiando árboles y hierba,
mientras ardían montañas,
mientras el mar se tornaba sangre,
mientras el firmamento se desbarataba
sobre y bajo nosotros,
mientras langostas y escorpiones
recorrían la faz del planeta,
Silvanost flotaba en islas de pensamiento,
un inmaculado recuerdo
techado con nube y ensueño,
eximido del fuego
y de la devastación de terremotos;
y de torre a torre,
desde la Torre de la Alta Hechicería
hasta la Torre de las Estrellas,
razonando sin lucidez, Lorac imaginó
un sueño imposible de salvación,
un país en trueque con la magia,
renacido en su mente
a un paraíso ganado
con investigación y estudio.
Y así apareció en el Orbe,
en las horas de vigilia,
en el impetuoso y secreto
anhelo de conocimiento,
mientras la esfera quedaba oculta,
perdida para el mundo,
sepultada durante siglos
en la Torre de las Estrellas,
en la torre ancestral
de los Oradores, en Silvanost.
En tanto que el continente ardía
y las gentes de Qualinost
vagaban entre las cenizas
y la oscuridad exterior,
Silvanost flotaba
en su límite visual,
absorta y gloriosa,
en el límite de sus sueños.
Lorac observaba desde la Torre de las Estrellas,
desde el núcleo del cristal,
contemplando la faz
del mundo devastado
como si fuera un rumor de la historia
que empezaba a olvidar,
perdiendo en el enrevesado
laberinto del Orbe.
Pero, a menudo, por la noche,
cuando los sentidos titubeaban
y el perfeccionado país
se alteraba y retorcía,
la forma de sueño
era el reflejo del Orador;
los árboles apartados
eran nidos de dagas;
los arroyos, negros y viscosos
bajo la luna silenciosa,
que lloraba la ausencia del día
y la feroz definición
de la luz del sol y el conocimiento,
donde árboles y ciudades
eran contados y nombrados,
y siempre, con implacable
decisión y propósito,
lejos de la maraña
de pesadillas, la sombra
y la trama del bosque
que batallaban con la luz
en los sueños de Lorac,
invadiendo el día
con el brillo del pedernal,
trastocando el pálido
y anónimo sol.


IV.

Entonces, en el norte,
se alzó un mal
en el cielo encapotado de nubes,
pues los Señores de los Dragones
enviaron espada y mensajero,
tea y espada
a la Torre de las Estrellas,
al extasiado Silvanesti,
a los menguantes pabellones
de los oídos del rey elfo,
prometiendo paz
y el refugio del bosque
a la disonancia de ejércitos,
prometiendo la libertad de Silvanost
a cambio de la promesa
de silencio, inacción,
por una inclinación de cabeza
ante el Trono Verde.
Y Lorac aceptó,
sus ojos en el encapuchado Orbe,
donde el silencio milagroso
prometía una bendición de lanzas,
un final a toda promesa,
y los dragones en verano.
Y así, Silvanesti
fue despojada de plata,
despojada de vidas,
y del largo sueño de sangre
de sus últimos habitantes
mientras subían en los botes,
en los esquifes, en las dornas,
a la aventura en un agua
tan turbia como oráculos,
y los Patrulleros del Bosque lucharon
en la estela del río,
donde su último aliento ondeó
en las velas desplegadas.
Alhana Starbreeze, la hija del Orador,
se encontraba al timón
en la plateada travesía
mientras bogaban hacia el sur
por la Ruta de Astralas,
por el recuerdo del bardo,
por las corrientes giratorias de la historia;
y Lorac, a sus espaldas,
ordenó a los soldados
que abandonaron la tierra desenmarañada
en el último barco,
pues allí, en la oscuridad,
llamaba el bosque, llamaba Silvanost,
los olmos y las coníferas,
coreando como ruiseñores,
cantando esta canción
a su oído atento:
Después de la última
no hay otra.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
y el canto del Orbe
es el canto de tu mente
en esta vetusta torre
vacía y sin amor
por las largas despedidas.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
pero reposaré aquí
mientras la historia se repliega
entre estos muros ostentosos
en tanto que la torre se derrumba
y con ella la mente,
los primeros baluartes encumbrados,
la casa de los dioses;
pero reposaré aquí
mientras los bosque se agostan
y las llanuras se someten
al invierno y a la nada
a menos que el canto de tu mente,
que lo es todo, que es el mundo,
controle y domine
y desentrañe el misterio.
Consérveme es Silvanost,
Orador de las Estrellas,
consérvame en libertad,
en el país de verdor sobre verdor.

Reposó en las cámaras,
incógnito en estrellas,
y sobre él la Torre
y un laberinto de leyendas,
y la libertad prometida
en su núcleo cristalino
era un hielo verde magnético,
flama de la voz distante.
Y, atraído por su música,
por el repique sobrenatural
de cristal y pensamiento mudable,
el Orador de las Estrellas descendió solo
al corazón de la Torre,
donde el tiempo y el bosque
y un rayo de luna
se desplomaban en el Orbe;
y alargó las manos hacia el cristal
mientras un millar de voces
se alzaba de su fuego desbordante,
todas ellas cantando,
el señuelo de lo posible,
todas ellas cantando
el canto por él imaginado,
y sus pensamientos fueron una fortaleza,
parapetos fantasmales
de arce y fresno y creencia;
en su soñar despierto
los ejércitos eran derrotados,
el linde del bosque
erizado con hojas y ficción;
y, respondiendo a la llamada,
tendió las manos hacia el cristal
mientras el Orbe y el mundo
se disolvían en su terrible asimiento.

Comprendió cuando los huesos
de sus dedos ardieron,
cuando el fuego verde irradió
del dorso de sus manos,
del deterioro de las arterias;
y supo de repente
que el fuego era el núcleo de su error,
que ni fuerza
ni palabra ni mente
podían dominar la magia.
Los matices de Silvanost
pasaron de verde a rojo,
a ocre y quimérico dorado;
el Orbe era una prisión,
y sobre el Thon-Thalas
se aproximaba el amplio batir
de las alas del dragón;
y los árboles se doblaron
con un viento siniestro
mientras Lorac contemplaba todo
a la luz del Orbe,
y el dragón, Cyan Bloodbane,
llegó con sus susurros,
y al influjo de sus palabras
las viejas piedras se alabearon,
y la Torre de las Estrellas,
blanca como un sepulcro,
se retorció y se combó
en tanto que los árboles rezumaban sangre
y los animales emitían gritos
chirriantes como metal desgarrado
en medio de una noche perpetua y embrujada.


V.

Así fue mientras los siglos
se agrupaban y condensaban
en el paso
de una docena de años,
mientras el corazón erizado
de Silvanesti
supuraba y se doblaba
y se endurecía como cristal.
Y siempre la promesa
de Cyan Bloodbane,
del dragón enroscado
en la esfera cristalina;
siempre la promesa
se quedaba en nada y nada,
y el bosque, el mapa
de un país estrangulado,
tierra de mortinatos, de fiebre,
de época pervertida y gangrenosa,
y una larga e insoportable muerte,
hasta que del norte
llegó otra invasión
de luz inexorable y lanzas
cuando los Héroes, la Compañía,
la alianza formada
por elfo y enano,
por humano, gnomo y kender,
entraron en el bosque
a través del nido de pesadillas,
a través del creciente enmarañamiento,
a través de hueso, a través de cristal,
a través de toda destrucción
y alucinación olvidadas
de un corazón dañado;
llegaron a Silvanost y a la desfigurada torre,
a Lorac y al encarcelador orbe,
y liberaron al Orador,
a la Torre y la ciudad,
al bosque, a la gente,
y al brillante Orbe,
y como un superviviente
la esfera rodó a través de los años,
a través de los siglos alojados
en las pálidas manos de otros,
y su viejo caparazón,
lustroso y brillante, reflejó
los relojes de arena de las pupilas
de su postrer manipulador.
Pero las arenas se vaciaban
sobre el Orador de las Estrellas,
y el saber de Lorac,
amplio y diverso,
enumerado y facetado,
descendió y se simplificó
en un conocimiento del mal,
mientras el bosque se desplegaba,
privado de la difusa luz,
despojado del deslumbramiento;
y por fin Silvanesti
estuvo libre en su mente,
arrancada del laberinto
y marcada para siempre
con las cicatrices de la creencia
hasta la última sílaba del tiempo final;
y Lorac murió en brazos de su hija,
sus pensamientos en la Torre
enterrados y sometidos,
su último deseo una tumba
bajo el suelo de Silvanost,
sacando el verde
de la corrupción del cuerpo,
resolviéndose en bosque,
resolviéndose en Silvanost
por siempre jamás, su fantasma facultado
para atribuir y repartir
la tierra que había soñado,
como si el pensamiento se tradujera en sueño.
Y, sí, siempre es así,
pues en el mundo ronda el fantasma
de antiguas suposiciones,
y, sin que importen las historias,
sin que importen los rumores
de leyenda y magia
que te iluminan a través
de la cortina de años,
enredado en la maraña de tu yo
acabas por creer
que la historia se trenza
en las venas de tus dedos,
que teje todo propósito,
todo perdón e injuria,
que recupera la sangre
consumida y verosímil,
hasta que, finalmente,
en un acto de fe,
inventas la historia
basándote en rumores,
en el viejo meandro
de aliento y olvido,
y entonces dirás,
más allá de verdad y fe:
esto es lo que significa,
lo que significó siempre,
desde el principio del mundo
y hasta el final de los tiempos.
Lo que ya sabía. Nada más.




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A los Moradores Temporales de Krynn
(Los Caballeros de Takhisis, pág. 6)


Que vuestra espada nunca se rompa
Que vuestra armadura nunca se oxide
Que las tres lunas guíen vuestra magia
Que vuestras plegarias sean oídas
Que vuestra barba crezca larga
Que vuestra Misión en la Vida no os estalle en la cara
Que vuestra jupak cante
Que vuestra patria prospere
Que los dragones vuelen siempre en vuestros sueños




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Cántico de Mina
(Los Caballeros de Neraka, pág. 9)


Llega inevitable el fin de la jornada.
La flor de sus pétalos encierra.
Es la hora en que la luz mengua.
La hora en que el día cae inerte.

Envuelve la noche en su negro manto
Las estrellas, los astros recién hallados,
Tan distantes en este mundo limitado
De tristeza, temor y muerte.

Duérmete, amor, que todo duerme.
Cae en brazos de la oscuridad silente.
Velara tu alma la noche vigilante.
Duérmete, amor, que todo duerme.

La creciente negrura nuestras almas toma,
Y entre sus fríos pliegues nos arropa
Con la más profunda nada de la Señora
De cuyas manos nuestro destino pende.

Soñad, guerreros, con la celeste negrura.
Sentid de la noche consorte la dulzura,
La redención que en un amor procura
A los que en su seno abrigados tiene.

Duérmete, amor, que todo duerme.
Cae en brazos de la oscuridad silente.
Velara tu alma la noche vigilante.
Duérmete, amor, que todo duerme.

A su potestad rendidos, cerramos los ojos,
Y sometidos, pues sabe lo débiles que somos,
Le entregamos nuestras mentes en reposo,
Confiados en su animo clemente.

El potente clamor del silencio colma el cielo,
Más allá del mortal entendimiento.
Nuestras almas emprenden hacia allí el vuelo,
Donde la desdicha y el temor están ausentes.

Duérmete, amor, que todo duerme.
Cae en brazos de la oscuridad silente.
Velara tu alma la noche vigilante.
Duérmete, amor, que todo duerme.




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Cántico de las elfas espectrales
(Lord Soth, pág. 254)


Y en el reino de los sueños,
cuando la recuerdes, cuando se expanda ese universo onírico
haciendo titilar la luz,
cuando te acerques al confín del sol y la bienaventuranza...,
nosotras avivaremos tu memoria,
te haremos experimentar todo aquello de nuevo,
a través de la eterna negación de tu cuerpo.

Porque al principio fuiste oscuro en el vacío de la luz
y te extendiste como una mancha, como una úlcera.

Porque fuiste el tiburón que en el agua remansada
comienza a moverse.

Porque fuiste la escamosa cabeza de una serpiente,
eternamente ávida de calor y forma.

Porque fuiste la muerte inexplicable en la cuna,
la traición hecha hombre.

Y aún más terrible que todo eso fuiste,
pues atravesaste un callejón de divisiones
incólume, inmutable,

mientras las mujeres gritaban desgarrando el silencio
y hendían la puerta del mundo
dando paso franco a indecibles monstruos,

mientras las entrañas de un niño se abrían en parábolas de fuego,
en las fronteras
de dos universos en llamas,

mientras el mundo se dividía, deseoso de engullirte,
deseoso de entregarlo todo
para extraviarte en la noche.

Todo eso atravesaste incólume, inmutable,
pero ahora lo ves
engarzado en nuestras palabras, en tu renacimiento
al pasar de la noche a la consciencia de existencia en la noche,
y sabes que el odio es la paz del filósofo,
que su castigo es imperecedero,
que te arrastra a través de meteoros,
a través del infierno petrificado,
a través de la Rosa pisoteada,
a través de las aguas del tiburón,
a través de la negra comprensión de los océanos,
a través de roca y de magma...
hasta ti mismo, un absceso intangible
que reconoces como la nada.
La nada que volverá una y otra vez
bajo las misma reglas.




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Fragmento de una cantinela callejera de Thorbardin
(Espada de Reyes, pág. 17)


Bien lo saben los Enanos de las Montañas,
Que un rey supremo estas cosas puede hacer:
Una Espada Real,
Por Reorx, el Padre, de vida insuflada.
Un alma en el crisol de la batalla,
Del sufrimiento, templada.
Un mazo como el que el legendario Kharas
En la bruma quiere esconder.




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Cántico de Tyorl
(Espada de Reyes, pág. 416)


Discurre el ancho cauce por la fronda.
Refulge el sol en su albedrío
Y como diurna estrella alumbra el río,
Reflejando el otoño en sus aguas hondas.

De ramajes con hielo enjoyados,
Los desnudos arboles se yerguen boyantes.
Su belleza, de cristal o diamantes,
En la noche invernal se ha consagrado.

Vivo en promesas susurradas, aun por crecer,
Se esconde un nuevo brote en el matojo.
En sus nidos piando, con tierno ojo,
Espían las aves el primaveral renacer.

Al compás del rocío que pronto se evapora,
andando en la hora tórrida sin prisa,
Por el claro canta la ardorosa brisa,
Anuncio de un estío que todo lo devora.


Coro

Hermosas estaciones,
En tierras de paz.
Hay bajo los arboles solaz,
De alegres vidas, vibraciones




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Canto marinero
(El pais de los kenders, pág. 377)


Subid a bordo, muchachos, nos espera la mar.
Dad un beso de adiós a esa joven beldad.
Icemos gavia y foque. Que surge el velero
La bahía de Balifor en alas del viento.




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Cantos Gullys
(Flint, Rey de los gullys. Págs. 176, 271 y 273)


Rey y reina descender por barrizal,
En Foso de Bestia de golpe caer.
Aghar coronarlos, bailar y cantar,
Y ellos soberanos por siempre jamás.

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La canción de los enanos gullys de Thorbardin

Gran sol, ojo amarillo,
No escupir tantas llamas,
Apág.ar ya tu brillo,
En ramas, las hojas amodorradas,
Y chiches en cueva torradas,
Gris, gris, gris,
El viejo tener barba,
Los arboles llamar,
Para ir a merendar.
Hojas arder en el fuego,
Pero eso que mas da,
todas muertas luego,
con frías nieves de invierno.

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Marcha guerrera de los Enanos Gullys

Abajo en montañas, con hacha a la bestia
Cortar y hacer trizas. Sus tripas tener peste y fango.
¡Prender el candil! ¡Ya empezar la fiesta!
En montañas, el grito de guerra haber sonado.
El corazón desolado
Animar con rimas de canción.
Volver goloso
O sobre bastón.




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Gebo-naud
(Verminaard, Señor de Nidus. Págs. 34-35)


Vaya hijo por hijo, palabra por tregua,
haya paz por sangre, si hay fuerza por fuerza.
Por los encumbrados paseos de piedra,
En pos de los tuyos, ¡Corazón, regresa!

Lleguen las palabras que hoy aquí se citan
hasta los difuntos, que jamas olvidan,
y den testimonio de este nuevo inicio:
tregua por palabra, un hijo por un hijo.




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La verdad se halla en voluptuosa oscuridad


Deja la luz enterrada
de antorchas, teas y velas
y escucha la noche eterna
en tu sangre acelerada.

Vuela el cuervo, sopla el viento,
esta noche hay luna llena
y en tus ojos se refleja
con la palidez de un muerto.

Oigo latir en tu seno
un corazón en tinieblas
que bombea por tus venas
moribundas su deseo.

El calor de tu piel siento,
pura sal o dulce muerte,
pues la luna roja ejerce
su influencia hasta en tu aliento.




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Permaneced junto a mi, soldados


Permaneced junto a mi, soldados,
hermanados por la batalla,
las piedras, la montaña, el mar y el río,
ante quienes el fuego se apartó, se aparta,
y se apartará en las horas postreras.
Permaneced junto a mi, soldados,
y sea la crónica de la tarde,
de lo que aconteció en el país de los ogros,
en honor a los Nueve de las Regiones de la Noche,
un canto fúnebre para la Señora que mora en las tinieblas,
una canción para Takhisis, una canción para la Reina...




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Canción a las lunas
(Verminaard, Señor de Nidus. Págs. 160-269)


De Paladine las luces,
de Solinari la plata,
con la canción adecuada
sendos poderes conjuren
velas, candiles y arañas,
por Paladine y sus luces.

Que bajo el rojo resplandor de Gilean
la luz del ayer se acompase con la del mañana,
y que Lunitari llene la noche entera
de humanas sombras prisioneras.
Que los ojos encuentren la mirada hermana
bajo el rojo resplandor de Gilean.

Que Nuitari y su luz negra
con su sombría magia partan...
Y siglos de oscuras tramas
yagan por fin bajo tierra...
y huya la vil nigromancia
tras Nuitari y su luz negra.

La luz del este del cielo
esta mañana esta en cama
porque se debate el alma
entre la fe y el anhelo.

Incluso las noches mueren,
pues la luz duerme en los ojos
hasta que al fin los despojos
de la oscuridad perecen.

Pronto el fino ojo resuelve
las discordias de la noche
y al final de los reproches
el corazón en paz duerme.

Como ángeles las alondras,
hacia el firmamento asciendan,
de las fuentes luminosas
al final de las tinieblas.




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Lema minotauro
(Los hijos de Sargas, pág. 332)


Hemos sido esclavizados,
pero siempre nos hemos liberado
de nuestros grilletes.
Hemos sido repelidos,
pero siempre regresamos a la contienda
más fuertes que antes.
Nos hemos remontado a nuevas alturas
cuando todas las demás razas
han sucumbido a la decadencia.
Somos el futuro de Krynn,
estamos predestinados a ser
los amos del mundo entero.
Somos los hijos del destino.




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Himnos de los Buscadores
(Hederick, el Teocrata. Págs. 118 y 158)


El antiguo, de los años 100 DC

Somos los Buscadores.
Buscamos a los nuevos dioses.
Entregamos el alma a los verdaderos dioses,
Que no nos abandonaran.

Centuris shirak nex des.
Centuris shirak nex des.
Centuris shirak nex des.
Buscamos la verdad en los nuevos dioses.


Moderno, de los años 300 DC

El día saludamos
Con loas a los nuevos dioses.
En su honor trabajamos.
Loado sea el nuevo día.
Cuyas alabanzas cantamos
Para la gloria de los nuevos dioses.




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Nana de los Hombres de las Llanuras
(El asedio de Kendermore, pág. 332)


Calla, niña, duerme niña, la noche a llegado
y las lunas trazan círculos allá en el cielo.
La noche es tranquila y la manta suave,
hora de reposar, tiempo de dormir, cierra los ojos.
Calla, niña, duerme niña, no te quedes despierta,
que tus sueños te lleven a un lugar lejano.
Un mundo de paz, un mundo de amor,
donde todos los nichos ríen y juegan.
Duerme hasta que la oscuridad se disuelva.




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Seis Cantos por el Templo de Istar
(El Reino de Istar, pág. 11)


De acuerdo con la leyenda, el autor de estos cantos es el desconocido bardo silvanesti Astralas, nacido en la época de la proclamación del Manifiesto de la Virtud. Sobrepasaba los 100 años de edad cuando inició su viaje, el profeta elfo embarcó rumbo Istar poco después de entrar en vigor el Edicto del Control del Pensamiento y regresó con una serie de confusas y turbadoras visiones de un desastre. Desapareció en circunstancias misteriosas aproximadamente en el tiempo del Cataclismo; algunos dicen que fue destruido por las sacerdotisas elfas de Istar, en cumplimiento del edicto. Otros afirmen que, durante los días de pesadilla y caos que siguieron al Cataclismo, Astralas viajo por los bosques de Ansalon, recitando sin descanso estos cantos. El quinto de estos poemas, la reseña de las propias visiones, aparece en más de cien versiones orales por todo el continente. No obstante, esta es la única versión manuscrita conocida.

Quivalen Sath
Custodio de los Archivos Poéticos
De Qualinesti



I.

Astralas, llamado al canto
por el dios flautista
Branchala de las hojas,
llamado cuando yo rondaba
por los bosques de Silvanost,
dos mil quinientos años
desde la firma se pergaminos,
desde el descanso de las armas.

Oh, cuando el dios me llamó,
las lunas gemelas cruzaron
sobre la proa de mi barco,
y el océano se tiño de rojo y plata,
luz envolvente
sobre luz inarticulada
precipitándose de la oscuridad establecida,
esperando mi canción.

Oh, cuando el dios me llamó,
éste fue mi canto,
mi profecía apremiada
por un viento divino.


II.

El lenguaje del viento
es único,
pronunciado con el movimiento
de la nube y el agua,
articulado con el susurro de las hojas
en la breve pausa
entre la espera y el recuerdo,
acechante, esquivo como la luz y la promesa.

El lenguaje del viento
es el año que se desvanece
preservado en recuerdos,
anhelando siempre
una estación en que el corazón
pudo haber estado en su salvaje unción.
Y el viento es siempre el latido de tu corazón,
palpitando remoto
como las impasibles estrellas,
y se mueve desde la llegada a la partida,
dejándote sólo una canción:
Oh, ése era el lenguaje del viento,
dices, ¿qué significado guarda
para las hojas y el agua?
Y siempre, ¿qué significa?

Así me encontró la primera vez
en las riberas del Thon-Thalas
en el confín del río,
tras los ministerios
de tintero y tutoría,
tras la malograda herencia de días,
cuando las largas ideas se esconden en madrigueras,
y la infancia baila
en las lagunas de la memoria,
perdiendo su entidad en la danza.
Yo recordaba demasiado,
ineficaz para espada y escudo,
para libro de hechizos y luna,
para altar e incienso,
para gramática arcana de las aves
y alambique de las estaciones.
Y el río diciéndome siempre,
diciéndome:
Ven, Astralas, ven a las aguas;
Soy el ultimo hogar, decía,
El refugio de los sueños
Y el sueño de la razón.
Entra en la corriente, Astralas.
Te llevaré mas allá de tus fracasos.
Entra en la corriente y abre los brazos
mientras saltas al torbellino de su curso,
al movimiento, a la luz en el agua,
al agua misma, extasiado y perdido
mientras el mundo entero se desvanece.
Y el río hablaba siempre así,
siempre la oscura corriente
arrullando al corazón y la mente
en ese curso a la deriva
donde las naciones cambian
tras de ti y se desvanecen,
y piensas que has desaparecido
en la necesidad de los ríos,
en las almenas de los bosques,
de un modo que, si regresas
para retomar tu camino,
te pierdes en el laberinto
de hojas y de inevitable corriente,
de proa a popa,
de naciones perdiéndose siempre en la distancia.

Así hablaba el río,
y secretamente yo escuchaba atento,
suspendido en la oscuridad,
en la rendición del corazón.

Una barca para la travesía
empece a fabricar,
pieles desolladas en pozos de cal,
selladas con sebo
y cosidas por la fibra del lino
a medida que la lezna y la aguja
pasan a través y por encima
del flexible esqueleto de madera;
las velas se hincharon
con vientos carnívoros,
y en ignorancia, en sumisión,
la barca bogó sin timón,
botada en corrientes insensibles,
llevada hacia el sur
donde el Courrain esconde
el borde del mundo.
Y llevado hacia el sur
yací sobre cubierta,
y la barca fue una cuna, el lecho de una novia,
un catafalco gris arrastrado hacia la noche;
fue vino fuerte y pócima,
sueño mas allá de la recuperación,
y, mientras yacía
en el entramado venoso de drizas,
decidí no volver a levantarme.

Y el día de mi muerte
fue el de mi embarque.


III.

Hay algo
en el navegar sin timón,
abandonando la esperanza
como la cáscara inútil del deseo,
arquitectura de barca y cuerpo
que se funden con el agua
y el viento que aligera de cargas.
En el sur, las velas hinchadas con palabras,
y la barca alzó el vuelo
sobre el rechazo de las aguas.
El viento habló quedo
bajo el latir de las velas:
Ven, Astralas, cabalga hasta la profecía;
soy el aliento de un dios,
decía el viento,
la fuente de los sueños
y el sutil entramado del razonamiento.
Astralas, abre tus brazos;
pasaré entre tus dedos
como la luz descompuesta,
como una visión del entrecejo de un rey enojado.
Apresúrate hacia Istar, con sus cúpulas y templos,
donde la luz del sol se refleja
en bronce y plata,
en cristal y pulido hierro.
Allí tendrás e interpretaras
diez revelaciones,
en aquella ciudad opulenta
donde la verdad sin dolor
gobierna la medida de un palmo,
reluce como la luz de la luna
sobre aguas inmutables.
Pero tú, Astralas,
marcado por tu terrible viaje,
no puedes hacer tregua con el viento y el agua
en el pálpito de tus venas,
pues están en ti para siempre.

A mi partida,
los árboles lloraron sangre
que tiñó la blancura
de abedules y nogales,
y relució oscura sobre el arce y el roble,
sangre que caía
como hojas en miles de países,
mas amenazadora que un augurio,
brotada de heridas proféticas,
a medida que navegaba a través de la desembocadura
del antiguo Thon-Thalas,
como una plegaria derramada en el océano infinito.

En le intrincado y complejo torbellino de presagios,
de extensas profecías,
llega un momento en que te encuentras
en presencia de oráculos,
pero lo que predicen
son espejos y humo.

Cuando llegué al Courrain
me encontraba en cubierta,
traslado el desaliento
el país de la fe,
y, poco a poco, la costa tomó forma
y un nombre,
mientras que el bosque se reducía a Silvanost,
verde sobre agua sobre verde.

Al cabo de mucho, a babor,
aparecieron los fuegos señalizadores de Balifor,
el maltratado país de los kenders,
de jupaks y flautas
y tesoros saqueados.
El humo de la línea costera se mezclaba en el aire
con las nubes de las montañas
resolviéndose en martillo y arpa,
en constelaciones veladas,
mientras las playas de Balifor
suspiraban por la marcha de los dioses.

Al norte y al oeste, a lo largo de la costa,
abrazadas por el viento perfumado de pinos,
por infusión de cicuta,
las amplias llanuras trepaban
hacia el verde montañoso,
y por doquier, bosque y océano,
océano y bosque entrelazados
con la bruma del remoto oeste
en deteriorados horizontes,
hasta que la fantasía del viajero
imagina que Silvanost se alza de nuevo
en sueños de recuperación,
pero, en lugar de ello,
es la Istar dominada por el clero,
frecuentada por el sacrificio,
donde la libertad es incienso,
el humo se alza al cielo
destruido en sus propias ceremonias.
Allí, en los mares que se bifurcan,
en cálidas aguas dañinas y septentrionales,
el viento me llevó hacia el oeste
bordeando una tierra desolada.


IV.

Ahora el mar es un país
llano y cruel,
hirviendo con lumbres inconstantes.
El aire salino
sofoca las luces costeras,
pero el mástil, los remos desarmados,
arden con el Fuego del Santelmo,
y una verde incandescencia
tiñe las aguas;
y a menudo, de noche,
la línea costera es oscura
en contraste con el luminosos arrecife,
con el fénix de Habbakuk,
bajo el borroso oeste,
y el viento y el agua
son prestados y recónditos como la luz.

Y en esas mismas noches,
en la superficie del agua,
la tiniebla inexplicable
se embarca de estribor a babor
como un sueño en lo mas hondo de la memoria,
como si el océano
emergiera en una nueva isla
revelada por la distancia
y las extrañas voces de las ballenas.
La brújula se agita
y se hunde en aguas vertiginosas,
y al despertar del alba
fraccionada en remolinos de espuma,
con el impenetrable jade
del océano a tus pies,
despides a la noche, la rechazas,
y ésa es la razón por la que este canto
vuelve a ti en silencio,
en pleno mediodía, cuando el mas congregado
va cambiando mas allá del pensamiento y la memoria,
por encima de las corrientes eternas.

Y ahora los vientos del norte,
alzándose fieros, ecuatoriales,
el viento de orate,
los alisios de la profecía,
me conducen a la bahía.
Karthay aparece por estribor,
la ciudad de los puertos
donde la torre del hechicero
aguarda la erosión de las montañas,
mientras los vientos del norte
arrancan mi barca del abrazo de las aguas.
Nos precipitamos en la bahía de Istar
como un imprevisto cometa,
como algo horrendo aproximándose
a las laberínticas calles en ruinas,
al borde del puerto
donde el viento pasó sobre mí,
encalmando la barca
al pie de los gigantescos muelles,
donde el viento pasó sobre mí,
agarrando la telaraña del reino
mientras soplaba a su antojo,
y nadie supo decir
de donde vino o adonde fue,
y se zambulló por los callejones,
saltó por encima de las torres,
y arrasó la casa
del último Príncipe de los Sacerdotes.

Los augures lo interpretaron
como otra señal inmutable
que añadir lagrimas de sangre
de los alisios y los vallewoods,
a las constantes erupciones
de hogueras y forjas,
a la huida de los dioses
y al retorno de éstos.

Y el anuncio de mi llegada
fue una señal de advertencia.

Diez revelaciones, oh, Istar, yacen dormidas
en la gran cúpula de cristal
del Templo del Príncipe de los Sacerdotes,
donde los muros apartan de la plomada,
donde los cimientos pasan
de corindón a cuarzo,
de piedra caliza a arcilla,
hasta los sueños tambaleantes de su basamento.

Diez revelaciones yacen dormidas,
y mi canto las ha despertado.
Pues mis palabras son el viento arrasador,
la sangre de los árboles
y el fuego de las playas;
los dioses caminan en mi canto,
donde diez revelaciones despertaron
en las manos de mi canción;
las ofrecí, relucientes, fraccionadas,
y los dioses irrumpieron en mis manos.


V.

Istar, tu ejército en Balifor
es un guantelete que aprieta
una herencia de azogue.

Tus sacerdotes en Qualinost
son deslumbramiento de cristal
fraccionado en terciopelo rojo.

Tu mano ligera en Hylo
roba el aliento de la cuna:
hielo en el guante.

En Silvanost, los blancos muslos de las mujeres
vadean a través de las aguas turbias
del Thon-Thalas.

Tu brazo armado en Solamnia
se enreda en filamentos,
en el callejón de la araña.

Tus hijos de Thoradin
relegan al sueño del olvido
linajes de tierra verde y sol.

Los fragmentos del rememorado Ergoth
recogidos en una vasija rota,
en la dispersión que llaman los doce rincones del planeta.

Asoma entre los labios de Thorbardin
la hilera de dientes
de túmulos sin nombre.

Tus dedos en Sancrist
manosean con torpeza la intrincada empuñadura
de una espada prestada.

Pero, Istar, el ultimo canto es tuyo,
el canto en el centro de las canciones:
un hueso blanquecino sobre el altar.


VI.

Y la última generación de Istar,
generación pura,
nacida de piedras relucientes
arrancadas de la corona
del bonete de un charlatán,
cuya bondad es ritual
estricto, matemático,
desnudo de los elementos
en el fuego del alma,
y en tierra del cuerpo,
en el agua de la sangre
y en la circunferencia del aire.
Has pasado a través de un templo
hasta el momento indemne,
pero ahora toda Istar
está ensartada en nuestras palabras,
en nuestro propio entendimiento,
mientras tu pasas de la noche
a tener conciencia de la noche,
a saber que el odio es el sosiego de los filósofos;
que su costo es eterno;
que te arrastra a través de meteoros,
a través de la paralización invernal,
a través de la rosa marchita,
a través de las aguas del tiburón,
a través de la negra comprensión de los océanos,
a través de la roca,
a través del magma,
a ti misma, a un absceso de nada
que reconocerás como nada,
que sabrás que se repite una y otra vez,
con las mismas reglas.

Así habla el viento,
en un lenguajes único,
pronunciado con el movimiento
de la nube y el agua,
articulado con el susurro de las hojas,
en la breve pausa
entre la espera y el recuerdo,
acechante, esquivo como la luz y la promesa.
Así habla el viento
en el largo sueño preservado
en el recuerdo del corazón,
y siempre anhelante
de otro bendito año
en que el corazón
haya estado en su salvaje unción.
Y el viento es siempre el latido de tu corazón,
palpitando remoto
como las impasibles estrellas,
y se mueve desde la llegada a la partida,
dejando sólo una canción:
Oh, ése era el lenguaje del viento,
dices, ¿qué significado guarda
para las hojas y el agua?
y siempre es lo que significa.





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La palabra y el silencio
(El Cataclismo, pág. 9)

I.

En los castillos de Solamnia
se posaron cuervos,
oscuros e innumerables
como un año de muertes.
Y, soñando en las almenas,
establecidos y sagrados,
están los símbolos de la Orden,
Martín Pescador y Rosa...
Martín Pescador y Rosa
y una espada que sangra eternamente
sobre las montañas envolventes,
los condados perpetuamente dañados.
La propia cuchilla
es una herida infectada,
convergencia de sangre y recuerdos,
y su oscura lluvia encubre
el emplazamiento de las estrellas,
y bajo ella se amontonan los cuervos.

Eternamente bajo ella
la mujer esta narrando la historia,
narrándola en voz queda
mientras el pasado se derrumba
en una luz latente,
y yo repito su historia
entonces y ahora, en un deliberado crepúsculo,
cuando el año termina,
en los salones fluctuantes del alcázar.
La historia asciende en espirales,
desciende sobre si misma
y gira a través del tiempo,
a través de eventos borrados
y constante venganza
que llega hasta el tiempo
en que hablo de ella y os cuento esto.

Doblada por sí misma junto al fuego
como un recuerdo reiterado,
la mujer narra y revive
la historia de un hombre muerto,
áspera en los oídos
de su pequeño hijo,
que asiente, y vuelve a escuchar, y desciende
a un esquivo país
de lagrimas y evocación,
donde los recuerdos de otros
moldean los suyos tortuosos,
aúnan la imagen de su padre
con espejos y humo,
y la historia de rumores
se enrosca y se repite,
y el país tambaleante,
Solamnia, medita y escucha.

En las llanuras, Orestes,
dice la mujer, en los mismos fuegos
que encendió la voz del bardo
con rumores y calumnias,
allí están quemando a tu padre,
su nombre y nuestra estirpe
para siempre, desde Caergoth
a la encubridora Kalaman
y hasta las moribundas
bahías del norte;
todo por una palabra, hijo mío,
una palabra disfrazada de historia
que escucha un nido de víboras.
Con palabras estamos emponzoñados,
Orestes, hijo mío, repite
en la oscuridad fragmentadora,
el reflejo de la lumbre
prendido en su pelo,
en el guante marfileño de su mano
y en la copa inclinada.

Y Orestes siempre escucha
y practica con su arpa
para el inminente viaje,
y el mundo se contrae,
feroz e impermeable,
enjaulado en las palabras reiteradas
de su madre,
enjaulado en una
usanza de muertes.


II.

Tres cosas se perdieron
en la larga noche de las palabras:
el borde de la historia,
el largo apaciguamiento del corazón,
el ojo del profeta.
Pero la historia nacida
de fragmentos imposibles
es esta: que lord Pyrrhus Alecto,
faro de la costa,
brazo de Caergorth,
padre del soñador
y vengativo Orestes,
murió a manos de los campesinos
en el tiempo de la Destrucción,
murió en la vanguardia
de sus resplandecientes ejércitos,
y en sus moribundos ojos
giraron las constelaciones,
la balanza rota de Hiddukel
cabalgando al oeste de la ciudad fortificada.
Es allí donde el borde
de la historia termina;
el resto es un canto,
que siguió al canto,
la historia enredada
en su propia trama,
aprisionada en círculos excéntricos
hasta que la verdad fue una palabra
en la noche del bardo,
y la envoltura del evento
fue una confusa matemática
perdida en la matriz de las estrellas.


III.

Pero esta es la historia
como Arion la contó,
Arion Corvus, bardo de Branchala,
el cantor de misterios,
ágil con las aladas
cuerdas del arpa.
Despojado de casa por la Destrucción,
viajo al oeste, su mapa
un recuerdo de hogar y castillo,
sin techo, tocaba siempre
los himnos del cometa
y el fuego perpetuo;
tocaba la Era de la Destrucción,
traiciones y sublevaciones
abarcando el alcance de la mano del arpista.
Y la historia cabalgó
en el arpa embrujadora que entonaba
la inverosímil música de la vida.
Suya era la canción del recuerdo,
su canción y el relato de mi madre.
Oh, que canten los cuervos
perpetuamente equivocados
a los oídos de mis hijos,
Oh, canta para ellos, Arion Cuervo Borrascoso:

Por las tierras de Caergoth cabalgó
Pyrrhus Alecto, caballero de la noche de traiciones,
tea de la conflagración que oscureció el estrecho de Hylo,
aceite y ceniza sobre el agua, país incendiado.
Por siempre jamas los pueblos arden a su paso,
y el grano de los campesinos, vida de los harapientos
ejércitos
que lo hostigan de vuelta al torreón del castillo,
donde Pyrrhus el Portador del Fuego borro el mundo
bajo la denegación de las almenas,
donde murió entre piedras con sus huestes atrincheradas.
Durante diecisiete años los campos de Caergoth
ardieron sin cesar por su mano devastadora,
un erial de condados y aldeas,
y la historia del Portador del Fuego perdura en la estela
de su nombre.


IV.

Mira a tu alrededor, hijo mío,
y busca el fuego de la canción de Arion:
¿Dónde, en este país,
en el olvidado Caergoth,
arde en llamas una sola aldea?
¿Dónde hay un campesino que sufre
y muere de hambre por los incendios de tu padre?
En alguna parte hacia el este,
ante un blanco cortinaje,
embellecido por laurel
y dorada adulación,
el bardo canta una mentira
en una casa de oídos atentos,
y Caergoth arde
en la imaginación del mundo,
mientras que el bardo calla algo
en su canción,
algo parejo a la verdad.

Pero no dejemos que el aliento
del fuego toque a tu padre,
Orestes, hijo mío,
mi brazo en el mundo menguante,
mi propia verdad,
mi profecía,
apaciguó la aniquilada madre,
y lóbrega, silenciosamente
Orestes escucho, la mortífera arpa
presta en su mano tortuosa.
Y la palabra se tornó acción
y el canto en un viaje en la noche,
y los años de escucha
en embozo y nombre prestado,
a medida que el muchacho maduraba
en la palabra de su madre;
y las cuerdas del arpa vibraron
en el viento hostil
cuando partió, a solas, en busca de Arion.


V.

Encaramado en lo alto de las almenas
del alcázar de Vingaard,
mientras el viento se precipitaba
sobre las murallas cubiertas de nieve,
arrebujado en una oscura capa,
Orestes se asomo al rectángulo luminoso
de una ventana,
y murmuro entre dientes y escucho,
su enaltecida impaciencia
se acrecentó por el canto
del bardo sentado frente al fuego.

Melodiosamente, Airon cantaba
sobre el principio del mundo,
la forma de todos nosotros
rescatada del caos
por las manos de los dioses,
los océanos inscribiendo
el sueño de las llanuras,
el sol y las lunas
señalando los campos
con la luz y el transito
de verano a invierno,
los brillantes extremos de la tierra
maravillosos con arboles,
las hojas rebosantes de vida
de naciones de cernícalos
de inmaculadas bandadas de palomas,
del primer canto sencillo
del gorrión del verano,
y la canción del bardo
sustentándolo todo,
alentando la fase
del despertar de la luna,
entonando los nacimientos
y las muertes de héroes;
todo ello alcanzaba
los oídos de Orestes.
Y, alzándose mas allá de el,
poblaba las estrellas invernales
con una luz que se cernía
y se inmovilizaba sobre el;
como cada noche, como el canto,
las viejas constelaciones
volvían a adoptar sus formas imaginadas,
alentadas por el fuego
de la primera creación
a través de los años, hasta el día de hoy
en que el canto desciende
en una lluvia de luz
sobre tus hombros,
con una tenue incandescencia
de música y evocación,
y el ultimo verdor difuso
de un jardín que jamas
y siempre se inventa a si mismo.
Porque la canción del bardo
es una creencia distante,
una creencia en la forma de la distancia.

Mientras se levanta el canto
Desde el hogar y el salón,
A solas con el doliente viento,
Orestes escucha agazapado,
y lenta, renuentemente,
empieza a cantar,
sus sueños de venganza acallados
en el éxtasis de las cuerdas del arpa.


VI.

Hieronymo se llamo a si mismo,
Hieronymo cuando bajo de las almenas
y entró, suplantado y anónimo,
en el salón
escoltado por el viento y la oscuridad.
Airon soñaba frente al hogar,
y sus palabras eran una queda, creativa melodía;
las lenguas del fuego
se inclinaban al impulso de su aliento,
y el corazón de la hoguera
era un mapa en los ojos de Orestes,
que se agacho junto al hogar
y ofreció su arpa
al difamador de su padre,
sonriendo y sonriendo
su malvada rúbrica.
Enséñame tus cantos Arion, dijo,
adoptando la voz y la apariencia
del imaginado Hieronymo,
oculto en disfraces,
y nadie en la corte
reconoció al hijo de Alecto...
¡Enséñame tus cantos, bardo memorable,
luz en pleno invierno,
cantor de orígenes, forjador de historia,
arrastra mis ideas inanimadas sobre las llanuras invernales
como hojas muertas hacia un inesperado renacer!

El viejo Arion sonrió
a la suplica del muchacho,
a la fractura de las brasas,
al brillante flamear del hogar,
a la nada arremolinada
en el corazón del fuego;
porque algo había pasado
en su distante divagación,
oscuro como un ala
en las almenas nevadas;
una pisada sobre la tumba
fue cuanto pudo imaginar
allí, en la calidez del torreón
donde los pensamientos eran de canción
y de música y de evocación,
donde algo aun mas tenebroso
estaba instando al bardo
a que aceptara al muchacho
arrodillado a la luz del hogar.
El poeta, dijo,
divulga ciertas cosas.
Otras, las calla;
porque las palabras y el silencio
entre ellas se entremezclan,
definiéndose entre si
entre espacios de perfección.
Suavemente, la vieja mano
Se alzo y descendió,
Y los dedos que manejaban el arpa
Se posaron en la frente
Del audaz y misterioso muchacho.

El aprendizaje quedo sellado
con la jactancia de Orestes,
el nombre de Hieronymo
sujeto a los términos del compromiso,
todo el azar de una hora,
en la plenitud de la estación,
pero en su interior, en alguna parte,
una invención mas oscura
se desarrollaba en las profundidades
del corazón y la menguante lumbre del hogar.


VII.

Enmascarado así en intención,
en un nombre sagrado,
durante un año y un día
Orestes sometió
su cólera a la música y al viento,
el aprendizaje una espera anhelante
en las escalonadas cuerdas
de un arpa sobre la que los dioses susurran,
de un vagar por el saber popular
y las nubladas geografía
vinculadas al pasado fracturado;
y moro junto al poeta,
y viajo a Dargaard
al corazón de Solanthus,
al expuesto Thelgaard,
a anónimos castillos de recuerdo
donde los caballeros resistían
en la espera anhelante de algo
se moviera en los canales de la historia,
redimiendo la sangre menoscabada de la rosa,
mientras la historia que Arion cantaba,
de espaldas al sueño
y al incrédulo fuego,
descubría los años
y el decadente brazo de la espada.

Siete cantos de instrucción
surgieron del fuego y la ensoñación:
la espiral de Quen,
primera geometría del amor;
el ala de Habbakuk,
empollando sobre el mundo;
el círculo de Solin,
corazón temerario y periódico;
el arco de Jolith,
separado intención de acción;
el fuego blanco de Paladine,
canto perfeccionado del dragón;
la plegaria de Matheri,
compasiva dramática del pensamiento;
y el ultimo, el principal,
la luz de Branchala
que mide todos los cantos
con la matriz de las palabras.

A solas en el borde
de la oscuridad, Orestes
se somete y escucha,
cantando renuentemente, gozosamente,
mientras dioses y planetas
y el ciclo de los años
giran en torno a un largo sueño de asesinato
y la purificación de unas cuerdas de arpa.


VIII.

Un año y un día giraron las estaciones,
conforme a fábula y añejos decretos de la magia,
mientras el coro de cínifes de otoño se sometía al hielo
y el final del año se aproximaba como una muerte
y los castillos oyentes se perdían bajo la nieve.
El aprendizaje de Orestes desemboco en un circulo de
fuego,
donde el arpa que había dominado y los siete cantos
y los catorce modos de magia incalculable
lo llevaron de regreso a la noche y al torreón,
a los ojos invernales del bardo interpretando el recuerdo
y haciéndolo carne, piedra, entonación y viento.
Arion, dijo, Arion, háblame del tiempo
de la Destrucción de Krynn y de perfidias.
El bardo cogió el arpa en la noche prevista,
pues su recuerdo oscurecía el borde del pasado
cuando el conocimiento concibe la forma de la creación,
y la Destrucción cambio a medida que hablaba de su
nacimiento
en la espiral de la profecía, el roce de un ala
sobre las relucientes bóvedas y torres de Istar,
el crecimiento de las lunas y la convergencia de estrellas,
y voces y truenos y relámpagos
y terremotos,
y Arion nos contó esa noche junto al hogar
que el granizo y le fuego se precipitaron sobre la tierra
en un diluvio de sangre, incendiando arboles y hierbas,
y las montañas ardieron y el mar se torno
sangre
y sobre y bajo nosotros el firmamento se disemino,
y langostas y escorpiones recorrieron la faz
del planeta;
así nos lo contó Arion, y Orestes se acerco a él.
Arion, dijo, háblame sobre
los tiempos
de hambruna y plaga y de Pyrrhus Alecto.
Arion acaricio el arpa y empezó, su blanco cabello
desparramándose sobre el brazo dorado del arpa,
como si estuviera cayendo en el sueño a través del canto,
y el invierno de detuvo al toque de las cuerdas,
y canto los últimos versos mientras el disfrazado Orestes
se reclinaba y recordaba y escuchaba:
Por las tierras de Caergoth cabalgó
Pyrrhus Alecto, caballero de la noche de traiciones,
tea de la conflagración que oscureció el estrecho de Hylo,
aceite y ceniza sobre el agua, país incendiado.
Por siempre jamas los pueblos arden a su paso,
y el grano de los campesinos, vida de los harapientos
ejércitos
que lo hostigan de vuelta al torreón del castillo,
donde Pyrrhus el Portador del Fuego borro el mundo
bajo la denegación de las almenas,
donde murió entre piedras con sus huestes atrincheradas.
Durante diecisiete años los campos de Caergoth
ardieron sin cesar por su mano devastadora,
un erial de condados y aldeas,
y la historia del Portador del Fuego perdura en la estela
de su nombre.
Orestes escucho, mientras honor y canción,
sangre y adopción, batallaban en la prisión de sus
pensamientos,
su padre vengado con veneno, con acero,
con la canción de la cuerda del arpa traducida en garrote,
cerrando la elocuente garganta de Arion,
silenciando canto, reivindicando a su padre,
y transformando Caergoth de desierto en jardín.
Mas la mano de Orestes se inmoviliza en el arco de la
represalia,
y durante la noche lucha y recuerda,
y mientras os cuento esto, todavía batalla con el recuerdo.


IX.

El duelo empezó cuando las palomas sobrevolaban
Vingaard;
el veneno había recorrido las venas como fuego
imaginados;
y a solas en su cuarto, el aprendiz del poeta
soporto los funerales, ajusto cuentas, esperó
las pesquisas de la Orden de la quebrantada Solamnia
en busca de rivales y bellacos, del rastro de asesinos,
y ya tarde, la quinta noche tras la incineración,
cuando las cenizas se habían asentado en la pira de Arion,
solo entonces, Hieronymo cogió el arpa
(aunque hubo algunos que, a altas horas de la noche,
oyeron, o creyeron oír, al aprendiz
llorando y cantando el modo sonoro de la Destrucción),
y ya tarde, la quinta noche tras la incineración,
Hieronymo canto para la hueste en el alcázar de
Vingaard,
y la destrucción cambio a medida que hablaba de su
nacimiento
en la espiral de la profecía, el roce de su ala
sobre las relucientes bóvedas y torres de Istar,
el crecimiento de las lunas y la convergencia de las estrellas
y voces y truenos y relámpagos
y terremotos,
mientras Hieronymo les contaba esa noche junto al hogar
que el granizo y el fuego se precipitaron sobre la
tierra
en un diluvio de sangre, incendiando arboles y hierba,
y las montañas ardieron, y el mar se torno
sangre
y sobre y bajo nosotros el firmamento se diseminó,
y langostas y escorpiones recorrieron la faz
del planeta;
así lo contó Hieronymo, y luego se inclino hacia delante.
Ahora, dijo, ahora os hablare sobre
los tiempos
de hambruna y plaga y de Pyrrhus Alecto.

Por las tierras de Caergoth cabalgó
Pyrrhus Alecto, caballero de la noche de traiciones,
tea de la conflagración que oscureció el estrecho de Hylo,
aceite y ceniza sobre el agua, país incendiado.
Por siempre jamas los pueblos arden a su paso,
y el grano de los campesinos, vida de los harapientos
ejércitos
que lo hostigan de vuelta al torreón del castillo,
donde Pyrrhus el Portador del Fuego borro el mundo
bajo la denegación de las almenas,
donde murió entre piedras con sus huestes atrincheradas.
Durante diecisiete años los campos de Caergoth
ardieron sin cesar por su mano devastadora,
un erial de condados y aldeas,
y la historia del Portador del Fuego perdura en la estela
de su nombre.


X.

Su deber cumplido
y muerto el viejo bardo,
Orestes regreso
a la rescatada Caergoth,
bordeando los cerros,
y no cesaron sus reflexiones
mientras pasaba por Southlund,
las montañas Garnet
rojas como un recuerdo
de sangre en la distancia;
No hay ley,
murmuró Orestes,
su mano en las cuerdas del arpa,
ni regla oral que diga
que el difamador de tu padre
no puede instruirte,
que tu corazón no puede honrar
el hombre a quien mataste,
incluso mientras tu mano
prepara el veneno.
El paisaje al frente
era disminuido y natural,
nada imprevisto
surgía del cielo,
las aguas estaban canalizadas
y vacías de milagros.
Así que esto es la historia,
reflexiona Orestes,
así que esto es la historia;
ahora comprendo,
mientras la calzada de extendía ante él,
no legaba, sin herederos,
aislada en su construcción
y silenciada por la sangre.
En la frontera de Southlund
se alzaba humo;
el Brazo de Caergoth
cobijada en el fuego incesante.
Orestes cabalgó velozmente
a través de oleadas de profecías,
y la zancada de sus corcel
confirmaba las palabras muertas de Arion.

La caballería saqueando
los campos florecientes,
arrasando pueblos,
aproximándose al invulnerable Caergoth,
importándole poco el cabalgar
de un muchacho en su columna
encubierto en la noche
y en el impotente duelo.
Un bardo, dijo alguien,
o el aprendiz de un bardo
regresaba a su tierra natal,
incendiada y desolada.
El capitán de caballería
se volvió hacia el muchacho sollozante
y le hablo como a un soldado,
como compañero y hermano:
Antes o después, canta esto,
bardo o aprendiz de bardo.
Pues la voz del arpista
del músico o del flautista
ya no se escuchara
en el Brazo de Caergoth,
salvado del fuego largo tiempo
por el canto de un poeta
que decía que ya estaba ardiendo,
pues un país celebrado en reciente fábula
es un imán para invasiones,
presa de caballerías,
fruto maduro para espada y fuego.
Orestes siguió cabalgando
y el capitán continuó,
volviendo su pálido corcel
mientras una estrella caía
del establecido sueño del cielo:
Porque la canción del bardo, dicen,
es una creencia distante
en la forma de la distancia.
Porque Caergoth ardía
cuando ella dijo en su corazón:
"Soy reina, no una viuda,
y la tristeza esta lejos de mí,
evasiva como el pensamiento
o los cambios del recuerdo".
Antes o después, canta esto.
Y desapareció en historias
de rumor y humo,
y antes o después,
un bardo cantara esto,
en castillos asediados
abandonados a la noche
y al graznido del cuervo.
Antes o después,
alguien cantará
sobre Orestes el bardo,
pues el poeta
divulga y modela ciertas cosas,
y otras las calla,
porque las palabras y el silencio
entre ellas se entremezclan,
definiéndose entre sí
en espacios de perfección;
y, a través de ellas, la historia
asciende en espirales,
desciende sobre si misma
y gira a través del tiempo,
a través de eventos borrados
y constante venganza
que llega hasta el tiempo
en que hablo y os cuento esto.





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Cántico de Lorac
(Los Caballeros de Neraka, pág. 187)


Corre la Era del Poder,
la del Príncipe de los Sacerdotes
y sus fanáticos adeptos.
Celoso de los magos, el Príncipe dice:
"Rendiréis vuestras altas torres
me temeréis y me obedeceréis".
Y los magos capitulan y las rinden,
la de Palanthas la última.

Llega a Istar Lorac Caladon, rey de Silvanesti,
para someterse a la Prueba de magia
antes de que se clausure la torre.
En la Prueba, un Orbe de los Dragones,
temeroso de caer en manos
del príncipe y sus secuaces,
le habla a Lorac:
"No debes dejarme aquí, en Istar.
Si lo haces, pereceré y el mundo sucumbirá".
Lorac obedece a la voz,
oculta el Orbe de los Dragones
y lo saca a escondidas de la torre,
lo lleva a Silvanesti,
lo guarda en secreto y encubre su secreto,
sin revelárselo a nadie.

Llega el Cataclismo, y llega Takhisis, la Reina Oscura,
con sus dragones, imponentes y poderosos.
Llega la guerra. Alcanza a Silvanesti.
Lorac convoca a su pueblo, le ordena que parta.
que huya lejos de su patria,
Y le dice:
"Yo seré el salvador del reino,
Yo sólo detendré a la Reina Oscura".

Se marcha el pueblo.
Se marcha la hija amada, Alhana Starbrize.
Sólo, Lorac oye la voz del Orbe que lo llama,
que lo incita a entrar en la oscuridad.
Lorac atiende al reclamo,
desciende a las tinieblas.
Pone las manos sobre el Orbe,
y el Orbe pone las suyas sobre Lorac.
Llega el sueño.
Se apodera de Silvanesti
la pesadilla del horror,
la pesadilla del miedo,
de árboles que exudan sangre elfa,
de lágrimas que forman ríos.
La pesadilla de la muerte.

Llega un dragón,
Cyan Bloodbane,
esbirro de Takhisis,
para musitar a su oído los terrores del sueño.
Para sisear, haciendo mofa de sus palabras:
"Sólo yo tengo poder para salvar al pueblo.
Sólo yo tengo en mis manos la salvación".
La pesadilla penetra en la tierra, la mata,
deforma los árboles, que sangran,
llena los ríos con las lágrimas del pueblo,
con las lágrimas de Lorac,
el rey subyugado por el Orbe
y por Cyan Bloodbane,
esbirro de Takhisis, servidor del Mal,
el único que detenta el poder.





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Marionetas
(El Río de los Muertos, pág. 358)


En otros tiempos y estaciones más templadas,
del guiñol, marionetas, actuasteis en el drama.
Silenciosas y desmadejadas dentro de la caja,
en un sueño sin sosiego quedasteis olvidadas.
Ahora sentís de las saltarinas cuerdas el tirón
y vuestro polvo se reanima en temblorosas alas.
!Venid, levantaos de donde yaceís tiradas
que el Gran Titiritero ya entona su canción¡

Desde la oscuridad el Titiritero os llama
y vuestros huesos responden con presteza.
Incorporaos, salid ya de vuestra oscura nada
que en escena el papel de seres vivos os espera.
Haced lo que os dicta la voz de la memoria,
de días más cálidos revivid la sensación,
y saboread de nuevo aquella pasada gloria.
!Dejad el lugar donde solo hay consunción¡

Bailad, espíritus en el tránsito apresados,
con el renacido ardor de la sangre recordada.
Interpretad, seres rotos de tiempos ya pasados,
las que antaño fueran vuestras vidas arrojadas.
!El Amo del guiñol empieza a mover las cuerdas,
y vuestros huesos arrancados de las sombras
actuarán otra vez para que todo el mundo sepa
que la obra del Gran Titiritero se representa¡





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Canción de los Diez Héroes
(Kenders, Enanos y Gnomos, pág. 315 y 329-330)


Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.
En los albores del invierno,
la danza de un dragón asolaba las tierras,
hasta que de los bosques, de las praderas,
surgiendo de la materna tierra, el cielo se abrió ante ellos.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Uno surgió de un jardín de roca,
de los paraninfos de los enanos, del tiempo y la sabiduría
donde el corazón y la mente se unen
en la azulada vena de la mano.
En sus paternales brazos se concentraba el espíritu.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Uno de un cielo de chorreantes brisas,
ligero como el viento,
de los ondeantes prados, del país de los kenders,
donde el grano surge de la pequeñez
para crecer verde y dorado, y verde otra vez.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Una provenía de las praderas, la armonía de las extensas tierras,
nutridas en la distancia de horizontes vacíos.
Llegó portando una Vara,
y los rayos de Luz y de misericordia iluminaron su mano.
Sobrellevando las heridas del mundo, llegó ella.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia

Uno más de las praderas, a la luz de las lunas,
con sus hábitos, sus rituales, siguiendo a la luna en sus fases,
su crecimiento y su mengua, que controlaban la marea de su sangre,
y su mano de guerrero ascendió
hacia las jerarquías del espacio, hasta la Luz.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Una en el interior de las ausencias, conocidas por las partidas,
la oscura espadachina en el corazón del fuego.
Su gloria el espacio entre las palabras,
la canción de cuna recordada con la edad,
recordada al límite del despertar y del pensamiento.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Uno en el corazón del honor, formado por la espada,
por los siglos de vuelo del martín pescador sobre las tierras,
por Solamnia arruinada y ascendente, surgiendo de nuevo
cuando el corazón se alza hacia el deber.
Mientras danza, la espada es una herencia eterna.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Otro en una simple luz que su hermano oscurecía,
dejando que la mano de la espada intentara todas las sutilezas,
hasta las intrincadas tramas del corazón.
Sus pensamientos, estanques rotos por el cambiante viento...
Él no puede ver su fondo.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

El siguiente era el jefe, semielfo,
traicionado mientras las sangres gemelas dividen la tierra,
los bosques, el mundo de elfos y hombres.
Llamado para la valentía, pero temeroso en el amor,
y temiendo que, llamado a ambos, no llegue
a realizar ninguno.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Otro, de las intrincadas entrañas de un monte,
persuadido de la hazaña que proyecta la palabra surgida
de la luz en la espada, de la oscuridad entretejida,
convocado como los otros, pero llamado a ser la memoria
para que las gestas brotaran como el manantial en la roca.
Eran diez, diez bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

El último, de la Oscuridad, respirando la noche
donde las abstractas estrellas esconden nidos de palabras,
donde el cuerpo soporta la herida de las cifras,
rodeado por el conocimiento, hasta que, incapaz de bendecir,
sus bendiciones caen sobre los ignorantes.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

También se unieron a ellos
una desgraciada muchacha, agraciada más allá de la virtud.
Una princesa de semillas y arbolillos, llamada a un bosque.
Un anciano tejedor de accidentes.
Pero no podemos predecir a quién reunirá la historia.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.
En el campamento de invierno,
el sueño del dragón ha poblado los bosques,
pero de los bosques, de las praderas,
surgen de la maternal tierra que define el cielo ante ellos.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz de un atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.





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La Victoria de Fordus
(Takhisis, pág. 56)


El martillo de Istar, el yunque de los ejércitos
fracasó en la fragua del desierto de Fordus,
fracasó en las llanuras cuando el sol trazaba su recorrido,
y el humo ascendía en el campo de batalla desde una
forja de sangre mientras en la ciudad, las mujeres
lloran a sus muertos,
e incineran a sus esposos,
el fuego es su padre
y la larga guerra termina
mientras los cuervos allí se concentran

Aeleth de Ergoth, artista de las flechas,
tuya es la primera música que los ejércitos recuerdan,
la flecha, relámpago en la tormenta de la batalla,
la cuerda de tu arco compone una canción para Ilenus.
Lancero de Istar herido en primera línea:
las torres de Istar
durante la noche lloran su pérdida,
el arco y el arpa
y también el vuelo de la flecha.

Rann de Balifor, Espada de los Bandidos,
escollo de la acechante armada istariana,
la cicatriz de tu hombro, jeroglífico de la luna
que brilla sobre la muerte que recubre los campos arrasados
mientras la noche envuelve la nación de Istar:
la gran lanza recuerda
el recorrido de su vuelo
el encuentro con el brazo
bajo la luz de la luna.





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Canción del Señor del Bosque
(Historias de Ansalon, pág. 64-71)


Hubo un orgulloso y noble ciervo
nacido en el Bosque Umbrío;
en él creció y en él conoció
y amó a una hembra de unicornio.

Sirvió a su amada bien, largo y tendido,
sirvió a su amada en lo poco y en lo mucho,
hasta que una noche en el Claro Umbrío,
le abrió su corazón de amor rendido.

Ella no hizo mofa de su confesión,
mas se negó con suave firmeza;
él no se lamentó, pero se alejó de ella
dispuesto a planear una traición.

Buscó, pues, a los hombres del Rey Peris;
sus palabras fueron frías y concisas:
"Oh, huestes vigilantes, abandonad vuestros puestos
y disfrutad de la caza que os ofrezco"

Los hombres del Rey Peris obligados estaban
a salvaguardar el bosque contra el mal.
El rey, con arrogancia, envainó la espada,
y se dispuso con el ciervo a negociar.

No es para mí caza atractiva -argumentaba-
la de cualquier otra criatura aquí nacida,
a menos que en el Bosque Umbrío me ofrezcas
acosar y abatir al unicornio hembra.

Nadie conoce tan bien su morada
como quien está al servicio de la dama.
Te guiaré hasta ella si sigues mi consejo
Y con su muerte tendrás tu trofeo.

Mas uno de los soldados al rey previno:
"Esta cacería tiene un origen perverso,
propiciada por aquellos con armas y hechizos
contra los que estar en guardia prometimos.

No se conformarán ya con miradas de odio
y corazones y almas de rencor rebosantes;
barrerán toda luz y bondad del bosque.
Que los Dioses de nosotros se apiaden".

Mas Peris, arrogante, arengó a sus soldados:
"Abandonad los puestos, oíd del cuerno la llamada,
dejad que esos hombres invadan bosque y claro.
Al unicornio salimos a dar caza".

El ciervo los guió desde el ocaso hasta el alba,
y cuando el alba se hizo día,
en el Claro Umbrío, envuelto en la penumbra,
su traición al unicornio quedó cumplida.

Ella le habló con voz severa:
"¿A qué te ha llevado la soberbia?
Sabes que conozco tu destino
y a pesar de ello te revelas.

¿Por vengarte me entregas a la muerte
y faltas al juramento dado?
En tal caso no ha sido voluntario
el servicio que me has prestado".

Lo tocó una vez, dos,
tres veces con el cuerno lo rozó;
el ciervo se desplomó y en su lugar
un nuevo unicornio apareció.

Los centinelas han partido; la tierra confiada
ha quedado indefensa.
a través del bosque los invasores cabalgan
con mirada siniestra.

Sin que surjan alarmas realizan los conjuros
que toda luz destierra
y el Bosque Umbrío se convierte en Bosque Oscuro
en esta noche negra.

Más tarde, con caballo, jauría y cuerno
con lanza y con espada
al Rey Peris y a sus hombres persiguieron
como a bestias acosadas.

El rey fue abatido y cayó su cuerpo desmembrado
entre sus huestes devastadas
sin estar aún fríos en sus tumbas se alzaron al mandato
de salir otra vez de caza.

El espíritu que rompió un juramento,
debe vagar sin descanso
y hacer en la muerte lo que en vida hizo
y no tener jamás reposo.

Así cada noche el ciervo traiciona
el amor que no supo ganar;
rey y tropa sus puestos abandonan
para salir a la caza ritual.

Se repetirá el acto de traición y deserción
hasta el día en que hallan demostrado
de algún modo haber cumplido el juramento
que una noche remota quebrantaron.

Final del Señor del Bosque

Las sombras del bosque son ahora inofensivas
y entrelazan con la luz un bello encaje;
juegan con el sol durante el día
y danzan con la luna por la noche.

De ser Oscuro fue redimido el Bosque Umbrío
al quedar el maleficio anulado.
los que murieron en cumplimiento de lo prometido,
se ganaron el eterno descanso





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Canto de guerra de Mina
(Los Caballeros de Neraka, pág. 95)


La gloria nos llama
con voz de trompeta
a cumplir grandes gestas
en el campo del valor,
a verter nuestra sangre
en el ara del fuego
y de la tierra.
la sedienta tierra,
el sagrado fuego.





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Canción del Halcón
(Takhisis, pág. 112)


El oscuro hombre del desierto
el oscuro hombre de la llanura
el oscuro hombre en el hueco vacío del cielo
no es un hombre oscuro

Su hogar no está en la luna
su hogar no está en el sol
el oscuro hombre de la verde colina
no es un hombre oscuro

Sus brazos son piedra y agua
su sangre es piedra y arena
el oscuro hombre del campamento cercado
no es un hombre oscuro





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Pedernal y Acero
(Pedernal y Acero, pág. 123)


Los tres amantes, la doncella hechicera,
el de alas, con un corazón leal,
los muertos vivientes del Bosque Oscuro,
la visión reflejada en una bola de cristal.
Con el robo del diamante, el mal desatado.

Venganza saboreada; el corazón de hielo
busca su imagen para entronizarla,
emparejado por espada y calor del fuego
ascuas nacidas de pedernal y acero.
Con la luz de la joya, el mal proyectado.

Los tres amantes, la doncella hechicera,
el vínculo de amor filial envilecido,
infames legiones resurgidas, de sangre manan ríos,
muertes congeladas en nevadas tierras baldías
con el poder de la gema, el mal vencido.





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Balada de la espera de Elen
(La magia de Krynn, págs. 104-116)


A mi puerta crece un árbol;
cada año lo veo tornar el color,
extender sus ramas, echar nuevos tallos.
Me pregunto si, al llegar el próximo otoño,
seguiré aquí sola, a su lado,
mientras cambia sus verdes en oro.

Cuando estaba aquí mi amado,
los pájaros alzaban sus trinos al cielo,
que, como nuestras ilusiones, se remontaban muy alto.
Mi amor se marchó a la guerra, lejos,
y ellos siguen con sus cantos,
que son para mí tristes ecos.

Mis mejores amigas se casarán,
se despedirán de mí con lágrimas y besos.
Tendrán esposos con quienes hablar,
hijos a los que arrullar quedo,
y yo pasaré otro año más,
aguardando su regreso.

Cantan felices noche y día,
porque les espera un futuro bello.
A mí me complace su alegría...
Miro a los pájaros, y ellos
dulces trinos me dedican,
que son para mí tristes ecos.

¿Llegará algún día quien conozca
hacia dónde va el tiempo,
y me guíe de la mano en esa hora?
Sé que me estoy consumiendo
día a día, y el corazón no soporta
la larga ausencia de su dueño.

No digo que él más supiera,
ni que otros hombres sepan menos
pero sí supo colmar mi alma entera.
Los pájaros miran, escuchan, y luego
año tras año lo esperan,
cantando sus tristes ecos.





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Himno de la vista perdida
(El Caballero Galen, pág. 136)


Dejad que el ojo se rinda, si ofende al Pueblo.
Dejad que su postrer canto cabalgue sobre la espada de los jefes.
dejad que caiga cual oscura piedra en el recuerdo,
y que allí quede y more,
fantasma de luz en la pared del corazón,
como algo muerto conservado en ámbar.
Dejad que su postrer canto cabalgue sobre la espada de los jefes.





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Canto de Firebrand
(El Caballero Galen, pág. 344)


En el país de los ciegos,
donde el tuerto es el rey,
y las piedras son ojos de dioses
y hay caminos para el recuerdo...

Allí, tres siglos de penumbra
pasan entre penas, calamidades y guerras,
hasta que llegue a nosotros Firebrand
con doce estrellas sobre la frente.

Por su herida las piedras hablarán
para sacarnos de la sombras de la noche
y, con su poder de vida y muerte,
devolvernos a la olvidada luz.





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Canto de los años
(El Caballero Galen, pág. 130)


Pasas a través de ellas, indemne, inalterable,
pero ahora las ves
ensartadas en nuestras palabras y en tus propios pensamientos
cuando pasas de la noche a la conciencia de la noche
para saber que el remordimiento es la calma de los filósofos,
que su precio es para siempre,
que te arrastra a través de meteoros,
a través de la transfixión del incvierno,
a través de la rosa reventada,
a través de las aguas del tiburón,
a través de la negra comprensión de los océanos,
a través de roca y de magma,
hacia ti mismo, hacia un absceso de nada,
que tú reconocerás como la nada,
que tú sabes que volverá y volverá
bajo las mismas reglas.





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Tonada de soldados
(Historias de Ansalon, pág. 336)


Donde la muralla norte se desploma,
pongamos piedra y argamasa,
levantemos adobe sobre adobe
sujetos con optimismo y lametones.

Y allí donde fallen los adobes
y cedan la piedra y la argamasa,
apilemos soldados encima de soldados
sujetos con promesas de un buen pago.





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Oración de Goldmoon
(Historias de Ansalon, pág. 248)


El astro rojo ha salido,
Las puertas azules se han abierto.
Me arrodillo ante vosotros,
para cantaros mi canción.
A vosotros, los que habeis partido,
os pedimos vuestra bendición.





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Marcha Kender
(El asedio de Kendermore, pág. 318)


El viejo Danilo Twill cien bolsas de oro tenía
y doce veces más plata de la que en sus saquillos cabía,
mas a las tabas jugando lo perdió todo un buen día.
Aún así, ya se sabe, donde ha habido siempre queda.

No olvidéis que donde ha habido siempre queda,
de modo que soplad las plantas y golpead el tambor.
Muchachos, no estéis mohínos ni tristes sin razón,
pues, ya se sabe, donde ha habido siempre queda.

Antes de un año, el viejo Dan volvía a ser rico,
llevando por mar hidromiel, aguardiente y vino.
Pero, ¡ay!, su nave naufragó con ron en la bodega.
Aún así, ya se sabe, donde ha habido siempre queda.

El viejo Dan se hizo una mansión de veintisiete plantas,
sesenta y cuatro ventanas, y el doble de puertas,
pero tuvo que vivir en una choza porque se quemó entera.
Aún así, ya se sabe, donde ha habido siempre queda.

La gente dice que a Danilo se le ha acabado la suerte,
mas no importa, pues lo que pierde lo recupera siempre.
Le basta con su jupak, una alegre canción y una meta,
porque, ya se sabe, donde ha habido siempre queda.





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El Hijo de Kitiara
(La Segunda Generación, pág 13)


Al borde del mundo
deambula el malabarista,
ciego y sin rumbo,
confiando en la venerable
amplitud malabarista de sus manos.
Deambula al borde
de una antigua historia,
haciendo malabarismos con lunas,
haciendo desfilar a su paso
las anónimas estrellas fijas.
Algo parecido al instinto
y algo parecido al ágata
dura y transparente
en la profundidad de sus reflejos
insufla vida en el aire
a los objetos:
estiletes y botellas,
pinzas de madera y ornamentos
lo visto y lo no visto
- todo reagrupado de nuevo -
traducido en luz y destreza.

Nos guiamos por esta versión de luz:
constelaciones de recuerdos
y una química nacida
en el alambique de la sangre,
donde el motivo y la metáfora
y el impulso de la noche
con el temple de la mañana
cristalizan en nuestros semblantes,
en las líneas de las huellas
de nuestros dedos que se alzan.

Algo en cada uno de nosotros
anhela ese equilibrio,
esas químicas desaparecidas
que templaban el acero.
Lo mejor del malabarismo
radica en las treguas
que dan forma a nuestra intención
a través de cuchillos, de filamento
de botellas medio vacías
y espejos y químicas
y del olvidado
filón de la noche





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El Sacrificio
(La Segunda Generación, pág. 117)


Un hijo siempre deseado
un hijo de la madurez,
la única hija
con los ojos del padre,
para vosotros, queridos hijos,
construimos estos castillos
y así los muros puedan cercar
vuestras vidas prestadas.

Rodeados de piedra,
de torres y murallas,
no existe coraje
que no sea piedra,
y puente levadizo y almena,
merlón y parapeto
ensamblados para manteneros
redimidos y solos.

Oh, hijo bienamado,
oh, hijo de la madurez,
¿quién medirá el tendón
con el palmo de tu mano?
E hija resplandente,
imagen del recuerdo,
¿está el corazón de tu fluorescencia
dividido igualmente y planeado?

¿Dónde está tu país
y dónde está tu pueblo?
¿Dónde, el desdichado
descontento con murallas?
¿Dónde está la artimaña del asedio
de corazón y autonomía,
cercando el castillo
cuando caen las almenas?